lunes, 9 de febrero de 2009

VERANO DEL 77

El verano de 1977 transcurrió tranquilo, como siempre. Mi familia no veraneaba, tan sólo hacíamos alguna que otra escapada a la playa, en concreto, a Málaga, Torremolinos o La Carihuela. Mi padre, por aquel entonces tenía un SEAT 133, color "mierda gato" de dos puertas, con motor trasero, matrícula CO-7003-C. Decía que cuando fue a comprarlo al Polígono de la Torrecilla, Molina Hermanos, se equivocó al elegir el modelo, porque él quería haber comprado el 127. Pero en fin, eso es lo que había.
Como digo, sólo hacíamos escapadas cuando se podía, casi siempre los Domingos, como buenos domingueros. A las cinco o seis de la mañana mi madre se ponía a hacer pedazo de tortilla de patatas, picadillo y los socorridos filetes empanados. Adquirieron una nevera enorme donde metían el tinto, la gaseosa y cervezas. Nada de refrescos, en todo caso, agua. Además, en una pequeña bandeja, la fruta para el postre. Todo controlado. No más allá de las siete de la mañana salíamos, mi padre, mi madre, mi hermana Amalia, la nevera y yo. Digo la nevera porque como el maletero del coche era pequeño, la nevera iba enmedio, entre mi hermana y el que esto escribe.
Mi padre siempre quería salir lo más temprano posible a fin de evitar el sol o, al menos, que cuando el astro rey saliese estuviésemos casi llegando.
Ese coche gateando por la Cuesta de los Visos, la Cuesta del Espino, camino de Fernán Núñez, Montemayor, Montilla, Aguilar de la Frontera, Monturque, Lucena, Encinas Reales, Benamejí y Antequera. Tuvimos la suerte de que acabaron hacía poco tiempo la carretera de Málaga, es decir, lo que en la actualidad ha sido desdoblada un poco antes de llegar a las Pedrizas, porque los conductores antiguos recordaban con pánico el tránsito por una carretera estrecha y la famosa Cuesta de la Reina. Después, pasabas los tres túneles y a la nada, pasando el Pantano del Agujero, ya estábamos vislumbrando la capital costasoleña. Atravesabas la ciudad y unos diez kilómetros más, llegabas a Torremolinos.
Normalmente, llegábamos a las 9 de la mañana. Yo creía que a mi padre le daban las llaves para abrir la playa. No había nadie a esas horas. Alquilábamos una sombrilla con dos tumbonas y la omnipresente nevera en medio. Allí te tirabas todo el día en el agua, comías a mediodía en la arena y por la tarde, sobre las siete, más o menos, de vuelta. Mi madre y yo, al ser tan blancos, veníamos como dos salmonetes, "coloraos". En cambio, mi padre y mi hermana, al ser más morenos de piel, ni se les notaba.
La vuelta era criminal. El coche como es de suponer carecía de aire acondicionado. Bueno, miento, sí lo tenía, bajabas las dos ventanillas y a saborear el aire que entraba por ellas. Pero como había estado todo el día al sol, la chapa achicharraba, !Dios, qué calor! Encima, las colas de regreso a Córdoba, la carretera toda ella era de una sola dirección. Podías llegar a las once o las doce de la noche, hecho polvo, "colorao" como un tomate y que no te rozara ni la ropa. Para colmo de desdichas, el calor reinante y sofocante de la noche cordobesa.
La forma que teníamos en mi familia de quitarnos el calor era noche tras noche subirnos a la azotea. Existía allí un somier grande. Te subías el colchón y unas sábanas y a dormir. Pero antes, me encantaba mirar la noche estrellada. Todavía no hacía estragos en la ciudad la contaminación lumínica. Veías las estrellas, incluso fugaces, luces rojas que se movían, eran aviones que no ovnis. A la azotea, en principio subíamos los cuatro integrantes de la familia, sólo que a dormir, dormir, nos quedábamos mi padre y yo. A mi madre le daba miedo quedarse allí arriba. Se dormía del tirón pero había una pega: al amanecer, sobre las seis de la mañana, había que levantarse y recoger. El problema parece que estaba en que habida cuenta que nuestra casa era más baja que las que la rodeaban, y te quedabas más rato, los vecinos podían verte. Yo dormía en calzoncillos nada más. Recogías el colchón medio durmiendo y para abajo, al "horno" como decía mi padre. Yo me volvía a acostar en mi cama hasta un buen rato después.
Aquel verano, me busqué la vida para costearme las clases particulares y preparar las malditas matemáticas. No, no me fui a los albañiles. Como mi madre tenía la droguería y sus conocimientos con el público eran inmejorables, comunicó a su parroquia que se daban clases particulares a niños pequeños, vamos que el "hijo de la Amalia", así me conocían, impartía lecciones, incluso a domicilio, a niños desde primero a sexto.
Recuerdo entre mi alumnado a un chico al que yo tenía que ir a su casa, sita en la calle Hermano Juan Fernández, entonces al lado del Ambulatorio (hoy han puesto, como no, un "chino"). Todos los días, sobre las diez, llegaba a dar mi hora al muchacho, dictados, cuentas, etc. Había un detalle de ese chico que me causó una gran tristeza. Según me contó la madre, le habían detectado una rara enfermedad y le aseguraban que cuando pasaran unos años perdería la vista completamente. Aquello me impresionó y mi dedicación al chaval fue mayor aquel verano. No sé que pasó de él, si se cumplieron los terribles pronósticos pero ahí me di cuenta y recapacité si había Dios, cómo era posible que un chaval de 9 años fuese castigado de esa manera.
Otro alumno al que visitaba por las tardes era el hijo de una clienta de mi madre, Conchi Navajas, que vivía a la vuelta de la calle Antequera, vamos en la Avda. de Libia. Con éste, el detalle fue que a los pocos días le observé unas espinillas por la cara y los brazos, yo entonces desconocía lo que le pasaba. Pero me enteré, vaya que si me enteré, porque el nene me decía, me puedes rascar en la espalda y yo, tan amable le rascaba.
Llegó el fin de semana, mi tía Brígida nos había invitado a todos a irnos a su apartamento de la playa en Chipiona. Vaya fin de semana, mi cuerpo estaba extraño, no quería ir al mar, sólo quería dormir y de pronto descubro que me salen unas espinillas por todo el cuerpo: la varicela. El nene me la había pegado y aquello picaba tela. Me tiré más de una semana encerrado en mi casa, emborrizado en "talquistina", tenía espinillas por todos lados, hasta en semejante parte. Vaya con el niño y que gili que fui.
Como digo, por las mañanas venían además chavales del barrio. Los metía en mi casa, en una zona que no estaba acabada. En la mesa de comedor allí colocada, hice una pizarra con papel de estraza y la pintaba con tiza.
A las 9 de la mañana iba con mi compañero y amigo Antonio Cuevas a que nos dieran clases de matemáticas. Era nuestro maestro Antonio, profesor de las francesas y salesianos, sabía matemáticas por un "tubo" y te las explicaba tan bien que hasta te llegaban a gustar. Hoy día, creo que es el Director del Colegio de las Francesas.
Así, que aquel verano lo pasé recibiendo clases por un lado, dándolas yo mismo a los nenes del barrio y alguna que otra escapada a la fabulosa playa. Verano divino.

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