jueves, 12 de febrero de 2009

EDUCACIÓN SENEQUISTA. ACTO SEGUNDO

El curso 1977-78 se inició en el mes de octubre de 1977. Todo seguía más o menos igual en el Instituto que cuando lo dejamos. Sin embargo, la novedad más importante vino con la jubilación de "El Chino", dejaba de ser profesor y lo más importante, de ser el "Jefe" de todos. Con su ida las cosas comenzaron a cambiar.
En primer término, el centro dejó de tener "penenes", con la consecuencia fundamental de que si hubo ese curso más huelgas, algo que ignoro, a nosotros no nos afectaría. La plantilla docente sólo tenía dos clases de profesores: catedráticos y numerarios.
Creo recordar que fue en el segundo trimestre cuando se marchó el "amo" del instituto y lo sustituyó hasta el final de aquel curso el Catedrático de Dibujo, apodado "El tortugo", cuyo mote le venía como anillo al dedo, dada la configuración de su cara que, en efecto, parecía la cara de una tortuga. Ese fue nuestro profesor en dicha disciplina.
El tutor que nos asignaron fue el apellidado De la Rosa, profesor oriundo de Granada que nos impartía Lengua y Literatura. Durante las clases nos arengaba a fin de que no fuésemos tan conformistas, que debíamos luchar contra el poder establecido, el "establishment", o sea, debíamos rebelarnos contra el "chino" y sus secuaces, acabar con la dictadura que allí había montada. Curiosamente, cuando se fue el dictador, el nuevo Director lo nombró como Jefe de Estudios y agarrado al sillón nos dio no pocos problemas. De ahí el dicho "si quieres conocer a fulanillo, dale un empleíllo".
En lo referente al idioma, inglés en nuestro caso, me alegré un montón porque parece ser que habían largado al tío las "rayban" y el "ford fiesta" con viento fresco y, en su lugar, llegaba una nueva Catedrática, Dña. Astrid Piedra Albadalejo, mujer soltera, cubana de origen que pronunciaba un inglés bueno, con acento cubano. Según nos contó tiempo después, su padre fue el último embajador de España en Cuba, antes de la entrada de Fidel Castro en enero de 1959 y cuando le decíamos que nos íbamos de fiesta, y por escucharla, que nos tomaríamos un "cubalibre", nos decía que era una mentirijilla, que éramos muy jóvenes y no entendíamos aún lo que nos decía. Yo, como era mi asignatura preferida, me volqué en su aprendizaje y los resultados fueron buenos. Fue de los pocos sobresalientes que saqué aquel curso.
Pero mi gozo en un pozo. Cuando regresamos de las vacaciones de Navidad, vino el primer día y nos comunicó la triste noticia: habida cuenta que también impartía clases en la Facultad de Filosofía y Letras y dado que el Ministerio de Educación, entonces competente en la materia, le obligaba a reducir sus clases en el Instituto, la misma había optado por dejar la nuestra. Pero, tranquilos, venía una profesora sustituta.
Y llegó la nueva profesora. Tía enjuta de carnes, delgaducha vamos, con gafas grandes de ver, muy nerviosa y torpe como ella sola. Por lo visto, venía de la Academia "Salamanca" y sabía menos inglés que nosotros; sobre todo, la pronunciación, más cercana al Campo de Gibraltar, mezcla del llanito y Lepe. Desde el primer día pretendió hacer valer su autoridad, exageradamente diría yo. Nos dimos cuenta cuando uno de los primeros días de su clase, alguien tosió y ella dijo que quién había sido, el compañero levantó la mano y le dijo que para toser a la calle y lo echó fuera. Nos quedamos perplejos. No nos dejaba ni respirar. El ambiente se fue enrareciendo de tal modo que se unía la guasa que se liaba cada vez que pronunciaba o leía algún texto en inglés, que parecía estábamos viendo la película de "La vida de Brian" de los Monty Python, cuando el césar hablaba con la zeta y es que nos descojonábamos en su cara y llegó un momento en que empezó a echarnos de clase a la mayoría; todo ello unido a la rigidez de su mal entendida disciplina, nos llevó a dar las quejas al tutor. Estaba claro que en el Instituto poco inglés íbamos a aprender por mor del profesorado.
Llegó en ese curso y a nuestra clase un nuevo profesor de Física y Química, cuya presentación el primer día de clase fue: "Hola, me llamo Luis Luque Luque, soy de Luque y podéis comprar mi libro en la Librería Luque". Ja, ja, ja... fue nuestra respuesta. Profesor sabio y experto en la materia que siempre que nos explicaba un problema, nos preguntaba a rengón seguido, que si nos habíamos enterado. Por supuesto, que todos le decíamos que sí, porque de lo contrario, te lo volvía a explicar. Dada su fisonomía por entonces de aspecto más bien regordete, hizo que la clase le pusiese el mote de "El sopas".
Respecto a este profesor ocurrió una anécdota con mi compañero y amigo Antonio Cuevas y que paso a narrar. Resulta que por cierta casualidad de la vida fueron a coincidir en la cola de renovación del D.N.I. de la Comisaría de Fleming, única entonces en nuestra ciudad, el padre de Antonio y "el sopas", que chico es el mundo. Parece ser que en la eterna espera se dieron a conocer, uno como padre de su alumno y el otro como profesor. Hasta ahí ningún problema. Éste se suscitó cuando "El sopas" se enteró que tanto su discípulo como toda su familia eran naturales de Castro del Río. Ahí se lió la cosa y ello porque, según me contó después Antonio, los de Luque y los de Castro no se pueden ni ver, el odio es ascentral y visceral. Yo al principio no me lo creí, me parecía una exageración, pero lo comprobé durante todo el curso.
Así, si bien desde el punto de vista docente las enseñanzas que este profesor impartía eran impecables, empero, en la cuestión personal me parecía humillante hacia mi amigo y por ende al resto del alumnado. Y ello porque como dije antes, siempre que acababa su explicación de una fórmula o un problema, nos preguntaba si nos habíamos enterado, le decíamos que sí, para a continuación preguntarle directamente a mi amigo, y tú, Antonio Cuevas, te has enterado, éste decía que sí, que se había enterado. A renglón seguido, "El sopas" decía, "pues si el de Castro se ha enterado, es que en efecto todos se han enterado". Mi amigo y compañero de banca se ponía colorado, tanto por la humillación como por las risas que al principio aquello suscitaba, aunque ya después la gente no se reía. Recuerdo que Antonio entre dientes se cagaba en su p.... madre.
Otro profesor que me marcó desgraciadamente fue el de Matemáticas. Se llamaba D. José Mateos. Su aspecto físico era el de un niño repipi: bien peinado con raya, gafas que ocultaban su enorme timidez, de voz baja y que cada vez que quería imponerse, carraspeaba, arrastraba los pies al andar. Reconozco que saber, sabía la asignatura. Su problema, mi problema, era no saber trasladarlo a los alumnos.
Después de mi calvario con las matemáticas en primero, tras aprobarlas en el mes de febrero del siguiente año, ahora me encontraba con más de lo mismo, o peor, porque yo seguía sin enterarme de la trigonometría, vectores, senos y cosenos, algoritmos, etc. Ahora eso sí, reirnos en clase con el tío una "jartá" y no precisamente con él, sino de él.
Se me olvidaba contar que tras la criba del primer año, las nueve clases de primero quedarían reducidas a unas cuatro o cinco en segundo. José Luis Puebla nos abandonó al igual que muchos otros, prefiriendo u obligados a ponerse a trabajar. Se hizo una reordenación de las clases y hete aquí que uno de los nuevos compañeros era nada más y nada menos que "el huevo". Se había despabilado el muchacho y ese año pasó a ser el bufón de la clase. Se hizo amigo de todos. Menos mal que José Luis se marchó porque si no quien lo habría sentido habría sido él, aunque dado su carácter, creo que habrían terminado siendo amigos.
Pues bien, un día "El huevo" se trajo a clase un pollito que no hacía sino piar y piar. El susodicho no tuvo otra ocurrencia que meter al pollo en el cajón de la mesa del profesor, para cuando llegase el Mateos. Y llegó. No se percató de nada, ni siquiera de la malévola sonrisa del autor de la broma. Al poco rato, y dado el ruido que provenía del cajón, el Mateos guardó silencio, la peña se desconojaba y en eso se levantó el bromista y haciéndose de nuevas dijo que el ruido provenía del cajón de la mesa del profesor, lo abrió y sacó al pollo agarrado por una de sus pequeñas patas y se lo acercó a la cara del "Comecocos", mote del Mateos, quien se echó para atrás y le dijo al "huevo" que se marchara de clase. Escena patética.
Algo sorprendente ocurrió otro día debido al aburrimiento de estas clases. Ver la habilidad de algunos de mis compañeros con ciertas cosas. Así estábamos en clase cuando de repente pasa una mosca con un hilo atado a un pequeño cartel que decía "beba coca-cola"; o sea, había alguien que era capaz de cazar una mosca al vuelo sin matarla para después atarle un hilo a una pata. Increíble pero cierto.
Así las cosas, llegó final de curso y por supuesto suspendí las matemáticas. Vuelta a empezar en el verano con clases particulares con el profesor de las francesas y salesianos, Antonio Jiménez, un pedazo de maestro que me enseñó en dos meses de verano lo que el otro en un curso entero no fue capaz.
Pero lo triste de esto fue que tras el verano, llegaron los exámenes de septiembre y yo iba tan seguro de aprobar que cuando hice el examen me convencí de haberlo hecho tan bien que por mal que corrigiese el "Comecocos" sacaría un Notable alto. Pero como los hados no estaban conmigo en aquella asignatura, mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que la nota dada fue la de "muy deficiente", al igual que mi amigo Antonio Cuevas. ¿Qué había pasado aquí?
Ambos preguntamos por la dirección del "Comecocos", donde vivía, su domicilio en el Parque Cruz Conde y allí nos dirigimos. Nos abrió la puerta la que suponemos sería la esposa del profesor quien tras decirle quienes éramos, nos increpó diciendo: "como no estudiais, ahora venís a que os aprueben..." Sería la tía hija de su madre, decirnos eso a nosotros, tras haber estudiado todo el verano.
El "Comecocos" nos recibió en el salón de su casa, recién duchado y peinado a raya, como siempre y vestido con pijama. Nos atendió muy bien, nos invitó a sentarnos en el sofá y trajo los exámenes. Nada más ver el mío, compuesto de lo menos cuatro folios por detrás y delante, me lo entregó, sumé los puntos de cada ejercicio, eran cinco, y comprobé que aquel tío había corregido el examen con la punta de la nariz, porque tan sólo sumando los puntos de cada ejercicio me salía un 4,5, cuando en la cabecera del mismo, ponía 2,5. Increíble pero el tío no sabía ni sumar siendo profe de matemáticas. Bueno, entrando a fondo ejercicio por ejercicio, me dijo que la forma de desarrollarlos no era la que él había explicado en clase. Le dijimos que habíamos estado todo el verano estudiando, que nos habíamos gastado un dinero que no teníamos en clases particulares. Todo daba igual, aquel borrico no aceptaba excusas ni monsergas, él era el jefe, él quien mandaba y, para colmo, nos decía que las Actas estaban ya firmadas y que no podían ser modificadas. Todo era inútil. La tensión de mi amigo y la mía creció de tal modo que habríamos sido capaces de liarnos a golpes con el "comecocos" ante tal impotencia. Nos fuimos cabizbajos, deprimidos y con nuestro suspenso poniendo nuestro horizonte en los exámenes de febrero.
Para colmo de males, en el Instituto nos encontramos a otro compañero que nos dijo que habíamos sido unos tontos, estudiando todo el verano para al final no aprobar y, en cambio, él sin haber estudiado o al menos unos días antes del examen había aprobado. Aquello me llegó al fondo de mi alma y la pagué con Dios. Sí, en efecto, fue mi primera crisis de fe. Si de verdad existía Dios, no podía consentir aquella injusticia, que existiese un profesor tan hijo de su madre y unos chavales que habían perdido todo el verano estudiando, ahora su recompensa fuese un suspenso. No era justo. En venganza dejé de ir a misa los domingos, creí que ya no merecía la pena tanto rezar si luego se premiaba a quien no se lo merecía. La vida qué dura es. Reconozco que fue el primer palo de mi vida, sin saber los que me esperarían años más tarde, como a todo el mundo.
Una asignatura nueva ese curso fue el Latín. Nos la impartía nada menos que un catedrático de gratos recuerdos, D. Luis Soldevilla, profesor que además lo era de las francesas. Nos enseñó el mundo romano, su lengua, a declinar los verbos y siempre fue correcto. Por supuesto que pronto aprendí que lo mío eran las letras.
Este año el Dibujo nos lo daba el Catedrático antes mencionado, "El tortugo", en el mismo aula que el año anterior. Sólo recuerdo de aquellas clases las bromas que se gastaban, sobre todo, una. Como quiera que las perchas para los abrigos estaban dentro de unos armarios de madera corridos, algunos cogieron la costumbre aquel invierno de meterse en los armarios y pacientemente dedicarse a atar unas mangas con otras, con lo que todos los abrigos quedaban así enlazados. El follón se organizaba cuando sonaba la sirena para salir. Todos llegaban al armario cogía su abrigo y al tirar, tiraba de todos los demás, qué graciosos.
Ese año dábamos Geografía e Historia. La impartía un profesor cuyo nombre no recuerdo pero sí su fisinomía: alto, canijo, pelo rubio con flequillo y grandes gafas. Sin problemas. Nos enseñó el anticiclón de las Azores y su impacto en la climatología. Fue la primera vez que se nos hablaba de ecologismo, de los bosques, de la fauna y del cambio climatológico que se avecinaba por la contaminación de los coches y las fábricas. Nos explicó las pirámides de población. Gran profesor éste.
La Educación Física nos la dio un gran profesor, D. Paulino, nada que ver con el del anterior curso, a pesar de que no era lo mío, supo comprenderme, sobre todo por mi esfuerzo, sin heroicidades.
Respecto a Religión quiero detenerme con detalle en el profesor que nos la impartía. Era D. Francisco, un cura párroco, mayor, coadjutor de la Parroquia de San Andrés, con una visión de la realidad distinta para un cura de su época. Tenía un seillas, vamos un SEAT 600, de color verde con dos puertas. No sé por qué arte de birli birloque, Paco Rojas y Antonio Cuevas se hicieron muy amigos del cura para que los llevara en su coche. La excusa era que tenían que irse andando a su casa en la Avda. de Barcelona y aquello quedaba lejos del "Séneca" y como de todas formas él iba para allá o cerca, no le importaba llevar a los dos "prendas". Cuando los demás los vimos subidos en el coche del cura, todos comenzamos a querer que nos llevara, era una obra de caridad, sobre todo los días de lluvia que aún eran abundantes y siempre que coincidíamos con él a la salida. Había que ver ese coche lleno de gente entre los que me incluía, ese Miguel Cantarero, Paco Medina, Paco Rojas y Cuevas. Un día lluvioso nos metió a todos. El cristal del parabrisas se empañaba y teníamos que ir dándole con un paño que el cura llevaba. Paraba en un semáforo y si por causalidad pasaban niñas, nos preguntaba qué puntuación le dábamos.
De todas formas y a años vista creo que el cura nos veía a ese grupo como si fuésemos unos golfillos a los que educar, cuando en realidad comenzábamos a ser unos tunantes.
Otra anécdota a narrar fue la del día que estando en clase observamos que el "padre" como así le llamábamos tenía en su mesa una pequeña libreta en la que hacía anotaciones. Nos enrollamos para intentar ver qué es lo que allí se ponía. Dedujimos rápidamente que en cada hoja estaba anotado el nombre de cada uno de sus alumnos. Pero por si las moscas, las anotaciones las hacía en griego, vamos un griego muy peculiar: sustituía las letras del alfabeto castellano por las del alfabeto griego. Así no nos enterábamos o, al menos, él creería eso. Puede ver como en algunos casos las anotaciones eran mayores que en otras. En un momento de descuido pasé la hoja de mi nombre. En la misma sólo ponía mis apellidos y nombre en castellano. El contenido sólo tenía dos palabras con caracteres griegos, una gamma, una ou, una ar, una delta y otra ou; la segunda palabra, un phi, una épsilon, una lambda, una iota y una zed. O sea, en cristiano, ponía "gordo feliz". Ese era el concepto de aquel cura hacia mi persona. Llegué a preguntarle si aquello era cierto y me dinjo que sí, que así me veía, siempre con la sonrisa en la boca. Me quedé anodadado con su explicación pero recapacité y me di cuenta de que aquello era cierto. Siempre he sido un gordo feliz, bueno un "ligeramente" obeso y a ser posible lo más feliz que pueda, la vida es tan corta.
No quiero terminar este curso sin dejar de mencionar a algunos de los compañeros nuevos con los que compartí aula: Montero Aleu, un gran estudiante, el otro Montero y su inseparable Jose, hoy día Interventor de Cajasur el primero y funcionario de justicia el segundo. Esta pareja se traían una guasa muy especial entre ellos y siempre estaban hablando de las fuerzas ocultas, de los montoneros y los armenios.

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