martes, 3 de febrero de 2009

EDUCACIÓN SALESIANA

Tras mis primeros pasos escolares con mi tío y la miga de Don Domingo, llegó la hora de escolarizarme, dado que ya tenía cumplidos los seis años. Estamos en el año de 1968. No había la menor duda en mis progenitores cuál era el colegio al que debía asistir: los salesianos. Y ello era así, primero, porque era el centro en el que mi padre estuvo desde pequeño -había que seguir la tradición-, segundo, porque por zona, era el más cercano a mi casa; todavía no se había creado el colegio de los Trinitarios que llegaría unos pocos años después, ni existía el después conocido como "Condesa de las Quemadas" y, por supuesto, el de Cañero nuevo, "San Vicente Ferrer", pillaba demasiado lejos.
Así que tras que decírmelo mis padres, sé que un día, antes de formalizar la matrícula, nos citaron en la calle María Auxiliadora, antes llamada calle Mayor, entrada oficial del colegio de San Francisco de Sales, vulgo Salesianos, adonde acudí con mi madre. La entrada que se conserva igual que ahora, tenía un hall y un pasillo central, con dependencias a ambos lados, una de ellas era la Secretaría; el pasillo desembocaba en un pequeño patio, hoy desaparecido, que recuerdo lleno de macetas y flores. En un íntimo rincón estaba colocado el busto de Don Bosco, a cuyo pie existía una pequeña fuente. Las paredes del patio estaban alicatadas desde el suelo hasta metro y medio con azulejos, tipo sevillano y cuya parte más alta nos narraba, cual ciego antiguo con cartelón, El Quijote. Allí se veía al viejo hidalgo y su escudero Sancho y te ibas medio enterando si seguías la línea de azulejos que desembocaban en el patio principal, subiendo unas escaleras que aún se conservan, aunque no así los famosos azulejos. En ese sitio, unos años antes, me hicieron una fotografía con mi familia paterna y en ella aparezco en brazos de una prima mía; el protagonista, mi primo Francisco Javier vestido de marinero: era su comunión.
Como digo, la cita era para hacerme un pequeño examen de conocimientos. En aquellos momentos ya sabía leer y escribir, sumar y restar, hasta con llevadas, y algo de multiplicación. No fue difícil entrar, máxime siendo mi padre lo que se llamaba antiguo alumno salesiano. En el mes de septiembre de 1968 hacía mi entrada triunfal en los salesianos.
Recuerdo el colegio. Uno de los mayores de Córdoba en cuanto a instalaciones deportivas, ya que era una de las bases de la educación salesiana, el deporte junto con el cine y el teatro y, por supuesto, como centro de todo, la educación cristiana. Los santos de la institución eran y siguen siendo, María Auxiliadora, San Juan Bosco, San Francisco de Sales y Santo Domingo Savio, nuestro mayor ejemplo, ya que su lema "antes morir que pecar" era nuestro lema. A mí me impresionó su muerte tan prematura, creo que no llegó a los doce años.
El colegio disponía de un patio inmenso, donde jugaban en los recreos toda la muchachada hasta los catorce años, si era grande que allí se jugaban los partidos de la Liga de Regional Preferente los fines de semana. Tenía su entrada por la llamada puerta falsa, de color verde, gran portón de dos hojas, recayente a la calle hoy llamada del Trinitario Padre Manuel Fuentes, un santo, primer párroco de los trinitarios y que, como contaré otro día, fui uno de sus primeros monaguillos.
El suelo del campo-patio era de tierra dura que cuando llovía se llenaba de enormes charcos. A su alrededor tenía sembrados árboles, creo que álamos blancos, cuya sombra era una delicia cuando llegaban los calores. Las clases tenían su entrada por dicho patio; las de la planta baja, con acceso directo por escaleras y las superiores por medio de dos escaleras internas. En un extremo estaban los aseos y una fuente con bastantes chorros, los cuales salían de la boca de unos leones. Ni decir tiene que todos los alumnos del barrio entraban en su mayoría por aquella puerta falsa. Hoy día ese patio ya no existe. Fue vendido a una constructora a finales de los setenta que hizo varias calles, San Juan Bosco y Santo Domingo Savio, y pisos, muchos pisos.
Sigamos. En el extremo sur del citado patio había otro portón que comunicaba con la huerta del colegio y si entrabas podías ver una fachada realizada bastantes años atrás que se supone habría sido pensada como entrada del colegio pero que estaba inutilizada. Allí estaba como hoy las viviendas de los sacerdotes. En el centro del colegio existía otro patio, hoy día reducido a la mitad y pintado de verde su suelo de hormigón. A ese lugar daban también las clases pero éstas eran las de los bachilleres, nuestro hermanos mayores, en una de sus esquinas colgaba una gran campana, con la que se llamaba a los alumnos a clase, a comer a los internos, etc. Por allí se descendía a las dependencias del laboratorio y también a una cosa moderna que se llamaba sala de medios audiovisuales. En otro extremo del patio central, se alzaba y alza la Iglesia de María Auxiliadora, con sus dos puertas de acceso y una escalera que te dirigía al coro y si seguías ascendiendo a las habitaciones de los alumnos de los pueblos, de los internos y pensionistas. Creo que ahora se le denomina Basílica y para alegría de todo el orbe salesiano, el 10 de mayo de 2009 será coronada la imagen de nuestra Señora, aquí en Córdoba.
Detrás de la Iglesia existía y existe otro campo de fútbol, en parte del cual hoy se ha construido un polideportivo. En el otro extremo del patio estaba uno de mis lugares favoritos: el teatro-cine. Allí vi no recuerdo en qué fecha y llevado por mi primo Francisco Javier, por vez primera "Mary Poppins", pedazo de película de la factoría Disney que me impactó.
Lindando con el teatro existía una pequeña cancha de baloncesto, hoy desaparecida donde echamos unas cuantas partidas en los recreos, ya de mayores.
Dentro de la Iglesia destacaban, por supuesto, mi venerada imagen de María Auxiliadora, auxilio de los cristianos, donde tantas veces canté el "Rendidos a tus plantas, Reina y Señora...", donde nos llevaban a misa, una vez a la semana, además de los domingos; donde recibí mi primera comunión un 24 de mayo de 1969 y donde me casé un 12 de octubre de 1989.
A ambos lados del altar estaban de cuerpo entero las imágenes de San Juan Bosco y de Santo Domingo Savio. He de destacar las enormes vidrieras existentes en el lado derecho entrando de la nave que, en días luminosos, dejaban entras luces de colores sobre aquel suelo ajedreceado, con sus lozas de mármol blancas y negras.
Entrando por su puerta principal estaba la imagen de nuestro Padre Jesús de los Reyes, subido en su borriquita, cofradía dirigida por los salesianos en aquella época, que pasados unos años hubo de trasladarse a la cercana Parroquia de San Lorenzo. Enfrente de esa imagen, estaba la de Nuestra Señora de la Piedad y el Señor del Prendimiento. Ambas cofradías siguen saliendo el Domingo de Ramos y el Martes Santo, respectivamente. Yo sólo salí unos cuantos años con la borriquita, con el peculiar traje de nazareno, de hebreo y con tu palma. Oías la misma de once y a las doce ya estábamos en la calle desfilando. Por supuesto que al menos un mes antes teníamos que ensayar y desfilar por los patios del colegio. No había niñas. El último año que salí, llevaba una capa roja encima y portaba el estandarte de Don Bosco. Así salí en una fotografía de un libro publicado sobre la Semana Santa cordobesa. Por cierto, que ese día fue glorioso porque me había inscrito para salir en el Rescatado. Fue salir de la borriquita sobre las tres y media de la tarde y ya tenía preparado el equipo para salir a las ocho en la cofradía trinitaria. Recuerdo que cuando llegué de madrugada a mi casa caí rendido. Cosas de la edad.
Las personas mayores que te preguntaban dónde estudiabas y les decía que en los salesianos coincidía casi todos en preguntarte que si te pegaban. Parece ser que esta congregación tenía fama de dura, de imponer el orden y la disciplina a base de tortas. Mi experiencia en los ocho años que estudié allí hasta acabar la E.G.B. es que nunca vi imponer castigos corporales a nadie, sólo daban con la regla en las manos algunos profesores que por cierto, ninguno de ellos era cura.
La única vez que vi dar una bofetada a un chaval fue el día que jugando en el recreo en el gran patio se nos "embarcó" el balón por detrás de la parilla del colegio. En estos casos, había que perdirle la llave del portón al encargado de Primera Enseñanza que estaba presente en los recreos. Aquel día lo era Don Baldomero Berlanga, cura oriundo de Aguilar de la Frontera, brusco como él solo, siempre cabreado y con problemas de dicción, vamos que era tartalilla, sobre todo si se ponía nervioso. Era a él a quien había que pedirle la llave del candado que abría el portón. Como en los recreos se jugaban tropecientos partidos de fútbol a la vez en media hora, el cura estaba ya harto de que le pidiesen la llave. En esas estábamos, cuando mi amigo de la infancia Valverde chutó y la pelota salío disparada por detrás de la parilla. Todos sabíamos las malas pulgas que tenía el susodicho sacerdote. Mi amigo me miró y me dijo, "Centella, ven conmigo", era como ir al patíbulo. Don Baldomero estaba situado prácticamente en el centro del patio, vestido con su sotana negra. Nos acercamos los dos y cuando mi amigo le dijo que si le podía dar la llave porque se nos había "embarcado" la pelota, el cura se giró y le dio tal bofetada en la cara que lo tumbó al suelo. Creo que el cura reconoció al instante haberse pasado, pero no se disculpó, así era de soberbio, y metiéndose la mano en el bolsillo de la sotana, estando el chaval tirado en el suelo, le dijo: "to,to,to, toma la llave..." y se la arrojó. Valverde se incorporó del suelo, llevándose la mano al moflete enrojecido y llorando. Salimos pitando. En verdad, esa fue la única vez que vi pegar a un salesiano. Como digo, no sería el día ni del cura ni de mi amigo.
Por cierto, que años después, en concreto en el año 1986, cuando estaba realizando el servicio militar en el Cuartel de Artillería, sustituyendo a mi amigo y compañero de profesión, Miguel Ángel Ceular, gran abogado del Consorcio de Compensación de Seguros hoy día, en las funciones de cartero del cuartel, al salir de Correos en la calle Cruz Conde, me tropecé con Don Baldomero. Le saludé indentificándome, el cura dio un paso atrás, me miró y me dijo: "Encantado, sigue tu camino que yo seguiré el mío". Me dejó planchado. Creo que no me reconoció después de tantos años y por mi parte maldije mil veces el haberle saludado.
De aquella época estudiantil tengo muchos recuerdos, de mis profesores, D. Eduardo Tejero, de primero, el cual falleció tiempo después creo que de un infarto siendo bastante joven. Del de segundo no me quiero ni acordar, un tío con mucha mala leche que nos preguntaba todos los días sobre los diagramas de venn y a quien no se lo sabía le daba con la regla en las manos. Por cierto, que del primer trimestre de aquel curso fueron las notas más malas que he sacado en mi vida: cinco suspensos. Claro que tras la reprimenda recibida de mis progenitores y mi cambio de actitud, salí airoso y con nota alta el curso. En tercero, nos tocó un profesor radicalmente distinto al anterior, D. Luis Poyato Arroyo; con sus enseñanzas y su amable trato aprendimos mucho toda la clase. Al cabo de los años lo encontré dando clase en el Colegio de los Trinitarios y creo fue uno de sus fundadores. He de hacer mención especial al profesor que nos tocó desde cuarto a sexto: D. Rafael Cabello Montoro, nuestro tutor. Ese hombre tenía más paciencia que el santo Job, nunca se enfadaba por nada, pero era exigente, no bajaba nunca la guardia, si no te enterabas, te lo volvía a explicar y, por cierto, un manitas en la clase de pretecnología. Con él aprendía a montar una pequeña instalación eléctrica, a trabajar la escayola, a hacer murales, a cortar madera con la segueta, y celebro aún el diez que me puso por la grúa de palillos de dientes que me fabriqué con pegamento y que dada su altura la colocó en lo alto del armario de la clase. También he de hacer mención a D. Aurelio, maestro ya fallecido, que nos daba dibujo y por cierto era una gran dibujante.
El año que cambió nuestras vidas fue el de sexto. Y ello porque teníamos distintas asignaturas impartidas por varios profesores. Así, la Educación Física nos la daba un tipo atlético con bigote que recuerdo llegó al colegio montado en una seat 127 nuevo, de color amarillo canario, y que siempre vestía con chándal, algo muy moderno para la época. Era el año de 1973.
Llegamos al idioma. A partir de sexto comenzábamos a dar clases de idioma moderno. Siempre, de toda la vida, en los salesianos sólo se había dado francés. Yo, como todos, compramos el libro de texto de francés, que lo daba un profesor calvorota, con gafas y cara redonda. Sólo recuerdo de él su mote "El lentejo". A mí personalmente no me gustaba su forma de dar clase, ni tampoco la asignatura. Pero hete aquí que sobre el mes de octubre aproximadamente, llega Don Pacífico Medina, a la sazón director de la segunda enseñanza, y nos dice que acaba de llegar un sacerdote salesiano de Inglaterra, Don José María Moreno Gámez, que quien quiera puede cambiarse a dar inglés, que guardásemos el libro de francés y adquiriésemos el de inglés. No me lo pensé dos veces y creo que a la mayoría de mis compañeros les pasó igual: nos pasamos a la lengua de Shakespeare, traicionando al gabacho. Desde entonces creo que se imparte el inglés en este colegio.
Nos fuimos haciendo mayores. Experimentamos los cambios propios de la edad, nos cambió el cuerpo, la voz, algunos comenzaron a tener barba, fumaban, nos reíamos de todo y de todos, gamberradas por doquier, éramos unos salvajes, dentro de un orden. Las clases estaban masificadas, éramos la generación del desarrollo español de los sesenta, la ratio de una clase, por lo menos la mía era de no menos de cuarenta alumnos, llegando incluso a los cuarenta y cinco alumnos: una barbaridad.
De aquella época tengo todavía muchos compañeros y, sobre todo, recuerdo a los que empezamos juntos en primero, Eugenio de María Navarro, nuestro siempre delegado de curso, inteligente y noble, siempre compitiendo en conocimientos con Antonio Ortega Calero; de José Luis Díaz Rodríguez, de su inseparable Vilches, el que se comía a diario un hoyo de pan con aceite y azúcar, envuelto en un papel de estraza con más manchas que un pajaritero; de Montero, de Antonio Tapia, de Pepe Azcona Ruiz y Martín Muñoz Molina; hubo un compañero, de nombre Millán, creo que falleció de un infarto o algo congénito, nos dejó en tercero; qué decir de Juan Luis Mensua Oriol, el que siempre nos traía la imagen de María Auxiliadora para el concurso de decoración de los altares del mes de mayo y con la que casi siempre quedábamos los primeros, claro que su abuelo era el dueño de la tienda "Oriol" que todavía pervive en la calle Cruz Conde; Marcelino Álvarez Alen, descendiente de los gallegos de Puerta Nueva, hoy funcionario de la Seguridad Social, al que saludo frecuentemente; Jacobo Gómez Esquinas, descendiente de una gran familia de emprendedores empresarios dedicados a las industrias cárnicas en general y porcino en especial; de Paco Salcedo Espinosa, sobrino de nuestro cronista oficial, D. Miguel Salcedo Hierro, hoy médico, al igual que Joaquín Quiralte; de Paco Ruiz, que se hizo sacerdote salesiano y hoy ocupa un alto cargo en la Inspectoría salesiana; del desaparecido Miranda Quiles, de José Antonio Nieto, de los hermanos Morte Osuna, Pepe y Manolo, de José Antonio Diéguez Amate, de su primo Paco Amate, de Juan Bosco Jurado Pérez y su inseparable José Luis González Alarcón, Toni, ambos compañeros abogados de profesión, José Antonio del Pozo y su primo Juan Diego, de Javier Ponferrada Lera, de Antonio Moreno Carmona, de Muñoz-Torrero, de Manso Ojeda y tantos otros.
Dejo para el final y no por ello menos importante, al compañero por excelencia que estuvo siempre a mi lado desde primero, mi alter ego, Juan Miguel Valverde Berenguer, hoy Director de un Colegio en la provincia de Huelva. Éramos el tandem perfecto, siempre juntos aunque con gustos distintos, mientras que a él le gustaba en los recreos jugar al fútbol, yo prefería la charla entre amigos. Siempre nos pillaban charlando en clase, nos sentábamos juntos. Hicimos juntos la primera comunión, recibimos la confirmación en la Iglesia de San Lorenzo de manos del entonces Obispo de Córdoba, D. José María Cirarda Lachiondo. Pero se ve que nuestros destinos serían otros. Nuestra amistad se rompió como se rompe un cristal, al acabar la E.G.B. No seríamos tan amigos como yo creía.
Mi vida sufrió un gran golpe el año que finalizamos octavo curso; en aquel invierno moría Franco, año de 1975. Todo comenzó a cambiar. Comenzaron a aparecer por el colegio albañiles, maquinaria, etc., partieron el patio central por la mitad. Se iniciaba el principio del fin y, como un presagio de mi futuro, comenzó a desaparecer todo mi mundo. Tiraban la parte del colegio donde me crié, cambiaron a los curas y para colofón, tengo que marcharme de donde pasé mi infancia.
Todo fue consecuencia del dinero, maldito parné, dice la copla. Al año siguiente tenía que empezar primero de B.U.P., por cierto que pertenecemos a la segunda promoción de ese plan de estudios ya desaparecido, pregunté y me dijeron que la matrícula costaba la friolera de 3.000 pesetas y luego, durante todos los meses, también 3.000 pesetas.
Cuando se lo comenté a mis padres, me dijeron que el presupuesto familiar no podía hacer frente a ese gasto, que si quería seguir estudiando, tendría que irme a otro sitio, por ejemplo a un Instituto. Me derrumbé, tenía sólo catorce años, aquello era el fin, tener que dejar el colegio, a mis amigos, mis costumbres, todo. Pero, en fin, la alternativa era aceptar eso o ponerme a trabajar en lo que fuese. Me puso al corriente un amigo de la infancia, Juan Gonzalo Torres Delgado, un año mayor que yo, que venía del Colegio de los Franciscanos y que había iniciado los estudios de B.U.P. en el Instituto Nacional de Enseñanza Media llamado "Séneca", al lado del Zoológico, donde Cristo perdió el mechero. Fue él quien me llevó aquel verano a ese Instituto, a tramitar el papeleo y en definitiva a matricularme.
Las consecuencias de mi marcha, al igual que la de otros compañeros de colegio, fueron desastrosas para mi vida personal. Sólo coincidía con ellos los domingos en misa, salíamos juntos, pero yo comenzaba a notar cierto distanciamiento hacia mi persona. Recuerdo que todo acabó un día en que después de la misa noté como me hacían el vacío, vamos que pasaban de mí. Opté por marcharme y no volver. Lo pasé mal.
Sólo echo en cara a los salesianos que nadie, se preocupara por el futuro de los alumnos que salimos aquel curso del colegio y, sobre todo, al menos preguntarnos por el motivo de nuestra marcha. Pero bueno, mi futuro no se portó tan mal conmigo. Me esperaban nuevas experiencias y amigos que nunca olvidaré y he de confesar que los mejores años de mi vida los pasé en el "Séneca", como otro día contaré.

1 comentario:

Don Lentillas dijo...

Don Baldomero era un hijo de la gran puta, yo tuve el honor de ver pasar por mis narices su cuerpo dentro del ataud. Y le sonrei. Me dio mas hostias que la vida en si.