jueves, 5 de febrero de 2009

EL MONAGUILLO

Nunca fue mi intención ser monaguillo, pero me metí en ello casi de casualidad. Yo siempre había oído decir a mi madre aquello de "si quieres tener un hijo pillo, mételo a monaguillo"; nada más lejos de la realidad, ni yo era pillo ni me convertí en ello por ser monaguillo.
Todo se desarrolló como consecuencia de la costumbre de mi familia de acudir a misa los domingos, sobre todo, tras convertirse el Convento de los PP. Trinitarios en Parroquia a inicios de los setenta. Al frente de la misma, el Obispado puso al frente a un hermano trinitario que por entonces era la máxima autoridad de la congregación en nuestra Ciudad. Se trataba del Padre Manuel Fuentes Porrero, conocido popularmente como el Padre Manuel. Era un hombre bajito, rechonchete, con cara de buena persona, siempre embutido en su hábito trinitario, con su cruz roja y azul sobre el pecho y cuando llegaban los fríos, con su capa negra. Hombre paciente donde los hubiese, nunca le vi enfadado y mira que algunos, entre ellos sus propios hermanos, le solían fastidiar; siempre estaba presto para cualquier servicio, ya fuese ayudar a un menesteroso, como bautizar, casar a los feligreses que se lo pidiesen, un entierro, de todo.
Tras acudir bastantes semanas con mi familia a la misa de ocho de la tarde de los domingos, mi padre solía acudir a la Sacristía a charlar con el Padre Manuel y así, poco a poco, fuimos entablando amistad con aquel hombre lleno de humanidad. Uno de aquellos días, alguien planteó la posibilidad de que podía ayudar a misa y, sobre todo, mi padre le vendió el hecho de que me gustaba mucho leer y hablar. Como parece que eran pocos los llamados a ayudar a misa en aquellas fechas, decidí dar el paso y tras decírselo a mis padres y al Padre Manuel que aceptó, oficialmente, me convertí en unos de los monaguillos de mi Parroquia.
Aquello era un mundo nuevo para mí ya que con tan sólo diez años me daba una libertad inesperada, salir de mi casa por las tardes con la excusa de ayudar a misa. Y ello, porque no sólo eran los domingos, sino casi todos los días, después del colegio me iba a la Iglesia.
Allí estaban dos frailes menores, uno se llamaba Fray Pepe y el otro, el mayor, Fray Juan. Ellos me enseñaron todo el convento, sus rincones, escondites, su cripta, su cúpula. Parece ser que por aquellos años las vocaciones habían disminuido sobremanera y el convento estaba infrautilizado y quizás fue ese desuso el que motivó a los trinitarios a construir un colegio para el barrio, en principio utilizando los espacios vacíos del primitivo convento para luego, en los terrenos propios de lo que había sido el huerto, construir un edificio de nueva planta. Y así lo hicieron en muy pocos años.
Como digo, además de los domingos, iba todos los días de la semana y lo mismo ayudaba a decir misa, los sábados los bautizos, otros los entierros, los domingos por la mañana las bodas, sobre todo en la misa de doce. Pero lo que descubrí que más me gustaba era recorrer aquellas enormes galerías abandonadas, ver las celdas que, curiosamente estaban ocupadas y cerradas con candados. Cuando pregunté que había allí guardado, me informaron que por lo visto los frailes alquilaban las celdas a viudas de militares para guardar los trastos, uniformes y demás parafernalia que en vida usaron sus esposos. Recuerdo que un día alguien se dejó abierta una de aquellas celdas y mi compañero Cobacho y yo estuvimos revolviendo algunos baúles y arcones. Encontramos gorras de plato, guantes, guerreras y hasta un sable.
Otro día bajamos a la cripta guiados por Fray Pepe o Pepe, como todo el mundo le decía. Allí estaban enterrados frailes de la congregación, hacía frío y la verdad, me daba miedo. Tenía yo una duda respecto a aquella Iglesia y era respecto a las campanas, es decir, que no tocábamos las campanas. En ese sentido, me dijeron que ni se me ocurriera tocarlas ya que el estado del campanario era ruinoso y peligroso y si se tocaban, su movimiento podría provocar la caída del mismo. Así, que no pregunté más. Otro sitio que me ponía el vello de punta, sobre todo si la nave de la Iglesia estaba apagada y no había nadie, era la capilla adyacente del Cristo de Gracia, a cuyos pies se hallaba la urna de cristal conteniendo el cuerpo del refundador de la orden trinitaria, el Beato Juan Bautista de la Concepción. Estaba tumbado a lo largo, amortajado con la túnica trinitaria. Según parece era una figura de cera pero que dentro de la misma estaban los huesos del finado. Daba igual; tú te acercabas a verlo y parecía que estaba vivo, que se iba a despertar de un momento a otro, que iba a girar la cabeza y te iba a decir hola. Más de una pesadilla tuve con este tema por aquella época.
De entonces, además del Padre Manuel, recuerdo los nombres de aquellos sacerdotes, como el Padre Antonino, que tenía la costumbre de pedirte te echaras un pulso de dedos con él y siempre ganaba. Tenía una vespa para sus desplazamientos, entre otros, como capellán de la Adoratrices. Allí me llevó en varias ocasiones. Lo que no sabía era que esas hermanas se dedicaban a la reeducación de las niñas rebeldes, madres solteras, etc. El primer día que fui acompañando al Padre Antonino a la misa, me sorprendió la mirada de un montón de chicas, mayores que yo, pero que miraban raro, se reían y no sabía por qué. El padre me dijo que no les hiciese caso que era cosa de mujeres.
Si había un padre divertido, activo y simpático, ese era el Padre Vicente. Llevaba la catequesis de los niños para la primera comunión y lo que más le gustaba era tocar el órgano existente al pie del altar mayor. Su llegada provocó que toda la misa fuese cantada, con lo que se eternizaba; se cantaba el padrenuestro, la paz, todo. Mientras que a la mayoría de los hermanos cuando decían misa no les importaba este detalle, había uno que sí. Para mi era el enanito cascarrabias de Blancanieves, aunque también era el sabio.
Ese personaje era el Padre Bonifacio, hombre alto, miope, calvo, con un carácter fuerte, pero un poquito "desaborío". A éste todo le parecía mal, siempre se quejaba por todo, no tenía paciencia, a mí me gustaba diciendo misa porque metía la directa, nadie se enteraba de nada y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba dicha la misma y estábamos recogiendo. Recuerdo un domingo que se celebraba una boda, abrimos las puertas grandes, se puso el tocadiscos con la marcha nupcial y los novios que no llegaban. Pasados unos diez minutos de la hora prevista, las doce, me dice el Padre Bonifacio, "Antoñito, así me llamaban, quita la música y cierra las puertas". Obedecí, al poco rato, cuando íbamos por la mitad de la homilía, entraron los novios, uno por cada puerta de las laterales existentes, corriendo, la novia agarrándose el velo, se colocaron delante con los padrinos y por poco no los casa. Qué hombre de Dios. Sin embargo, descubrí que tenía una afición en común conmigo: la historia, la literatura, la lectura, en fin. Fue él quien me permitió acceder a la Biblioteca del convento, no muy grande pero con una base bibliográfica que me sirvió más de una vez para realizar mis trabajos escolares.
También estaban los novicios, que se preparaban para entrar en la congregación. Uno de ellos, Juanito, me convenció que ya que leía también por qué no rezaba el Rosario por las tardes. A mí aquello al principio me gustó. Yo en el púlpito dirigiendo a un montón señoras beatas, diciendo los misterios gozosos de nuestra señora y ellas replicándome. Fue una experiencia que duró unos meses, pero que me sirvió para perder la vergüenza de hablar en público. Fue otra experiencia vital. Amén.

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