jueves, 29 de enero de 2009

PRIMEROS RECUERDOS ESCOLARES

La primera vez que tuve conciencia de acudir a una escuela fue cuando contaba unos cuatro o cinco años, es decir, años 1966 ó 1967. Para ello, mis padres decidieron que como tenía a mi tío político de maestro nacional pues que podría acudir a una especie de parvulario público donde el mismo, junto a otros maestros nacionales, daba clase a niños, que no niñas, de temprana edad, cuya educación aún no era obligatoria, sito en la Plaza de Capuchinos, cuya entrada es la que hoy sirve de cocherón y refugio de las hermandades allí existentes.
Los amplios ventanales con rejas hoy día están igual, aunque ignoro a qué se dedican esas dependencias. Así, que todos los días me subía en el "gordini" azul claro de mi tío desde la casa de la Avenida de Jesús Rescatado, lugar donde vivíamos todos, aunque en vivendas separadas, hacia el Cristo de los Faroles. El pacto lo hizo mi abuelo con mi tío: si me llevaba en su coche, mi abuelo pagaba la gasolina semanalmente y así fue.
Iba muy contento e ilusionado, porque aunque ya sabía leer y algo de sumas, iba a estar con más niños de mi edad; pobre de mí, ignoraba la que se me avecinaba. Decir que mi tío-maestro era partidario de aplicar el axioma "la letra con sangre entra", tan de moda en aquella época, y parece que en mi caso se lo tomó muy en serio.
El llavero del coche de mi tío-maestro era un muñeco de la marca Esso, de color amarillo. No sé por qué extraña circunstancia al muñeco se le cayó el cuerpo quedando sólo la cabeza, una bola amarilla, acabada en punta, el engarce.
La descripción anterior viene a cuento porque desgraciadamente pude comprobar demasiado tarde el uso del mismo, aparte de llavero. Como digo, en aquella época ya sabía leer y escribir y sumar y restar sin llevada, y esta fue mi tragedia, es decir, la aritmética y en concreto las restas con llevada.
Intentaré explicarme: si en la columna de arriba, creo que minuendo, el número era inferior al de la columna inferior, sustraendo, se decía, por ejemplo, 3-6, a trece le quito seis, a mí aquello no me entraba en la cabeza, entre otras razones porque nadie me lo había explicado, que eso fuese así. En consecuencia, me inventaba el número y ponía el primer número que se me ocurría.
Así las cosas, una vez dictadas las cuentas, mi maestro-tío se daba una vuelta por la clase para ver como íbamos, cuando llegaba a mi altura y tras comprobar mi error, se sacaba el llavero de la bola amarilla y me daba en la cabeza con el mismo.
La primera vez que me dio, aparte del susto y daño producido, con el consiguiente chichón que me salió, me dejó perplejo: ¿por qué me había dado? ¿qué pasaba allí? No había explicación alguna y además me castigaba de rodillas delante de uno de los ventanales citados, cuya base recuerdo de ladrillo y de una altura de medio metro me servía de apoyo para seguir escribiendo y lo único agradable era recibir los rayos de sol de la mañana.
Aquello despertó en mí un sentimiento de rechazo a los números que me dejó marcado para toda mi vida, nunca he destacado en matemáticas gracias a aquella terrible experiencia dada mi corta edad.
Fue lo negativo de mis primeros días de escuela. Lo positivo fueron algunos compañeros que hoy día todavía nos saludamos y alegramos de vernos cuando nos vemos por la calle y alguno de ellos aún me recuerda aquellos hechos tan desagradables. Y ello porque aquel maltrato físico, según parece tan sólo iba dirigido hacia mi persona, a los demás no les tocaba un pelo, ni creo que se le ocurriese. De aquella época son mis compañeros Carlos y Jesús Miras.
Mi pánico fue creciendo día a día, ya que otra forma de maltrato consistía en que cuando estaba sentado en la mesa con los demás, mi torturador se acercaba por detrás mía, comprobaba mis tareas y si veía algún fallo en las restas con llevada, me "trincaba" por el pelo de las patillas y me tiraba hacia arriba, algo que dolía bastante, se me descomponía el cuerpo, se liberaban mis esfínteres y contra mi voluntad, sin poderlo evitar, me orinaba encima: algo desolador para un niño de mi edad.
Para colmo de males, cuando finalizaban las clases, sobre las doce y media o la una, no recuerdo, parece ser que mi tío-maestro tenía concertada alguna clase particular por la zona. El caso es que me decía tenía que quedarme solo un rato. Cerraban el portón, mi tío se marchaba y cuando todos se iban, me quedaba solo, sentado en la "graílla" del portón con la única compañía de mi pequeña cartera hasta que yo creo una hora o así, regresaba mi "benefactor", me montaba en su coche y regresábamos al corralón-vivienda. Lo único agradable de aquello, sería por la hora del día, era el olor a pan recién hecho que según luego más tarde supe, venía del horno de "La Purísima". Por eso, cuando ahora huelo ese inconfundible y delicioso olor, me vienen recuerdos agridulces; el subconsciente nos traiciona muy a menudo, pero sólo queda lo bueno.
No sé cuánto duró aquel infierno. Mi terror era tal que soñaba con aquellos ojos azules profundos de mi maestro; de hecho, hoy día ese color de ojos, que para algunos es símbolo de belleza, para mí rememora algo funesto. Prefiero cualquier otro color, a ser posible el verde.
Como digo, aquello duró porque nadie se daba cuenta del asunto, entre otras razones, porque yo no se lo había contado a nadie, lo disimulaba, a pesar de llegar con la entrepierna rozada, escocido, por los orines secos.
Pero todo tiene un fin. Mi madre, gran observadora, se percató de la falta de pelo en mis patillas. Decidió llevarme al médico, el Dr. D. Eduardo Font, recientemente fallecido, que tenía su consulta en el barrio de Cañero nuevo. Tras reconocerme, el galeno dio su diagnóstico: "Sra., le dijo a mi madre, a su hijo no le pasa nada, está sano como una pera, pero alguien le tira de las patillas y le arranca el pelo de cuajo."
Cuando salimos de la consulta, mi madre me aseteó a preguntas, que si era algún nene, que quién era, etc. La sorpresa de mi madre fue mayúscula cuando le conté toda la verdad. Mi salvadora estaba loca por llegar a mi casa y contárselo a mi padre y si éste no la para, hubiésemos salido en "El Caso", periódico de sucesos de la época: agarró un cuchillo y por poco mata a mi tío. No logró su propósito, pero lo puso como por aquí decimos "como un ropón". Hoy día habría sido condenado por maltrato a un menor pero, en fin, era otro tiempo y otras costumbres, qué le vamos a hacer.
Ese fue el final de mis primeros inicios en mi educación escolar no obligatoria.
Pero como mis padres querían que fuese aprendiendo, se enteraron que a la vuelta de mi casa, en la calle Batalla de los Cueros, había una "miga", por supuesto privada, de pago, no muy cara. La regentaba en su piso Don Domingo, una persona discapacitada, en silla de ruedas, ignoro el motivo, pero sólo decir que aquello al lado de lo otro, era el paraíso. Tenía la ventaja de que me llevaba mi abuelo de la mano andando, sin coche, y lo mejor, hice nuevos amigos, de los que sólo recuerdo a mi amigo Cristóbal, pedazo de señor hoy día, elegante, amable y amigo de todos.
Allí se me explicó las restas con llevadas, sin castigos ni torturas, sólo había una pega: tenías que llevarte tu pequeña silla los fines de semana, silla de enea que me compraron. Fue un tiempo feliz hasta que se preparó mi ingreso en el que iba a ser mi futuro colegio, los salesianos, pero eso será otra historia.
Como epílogo decir que no guardo rencor a nadie, tampoco soy masoquista, Dios es testigo de lo que digo y mi conciencia está tranquila, puede que otros no: es la vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

papi,sta xulismo,q bonito,admas sabs scribir mu bn,joe,yo qiero sr como tu,plis,ensñam porfaaaaa!!!!!enga, BSS, TQM, WAPOOOO!!!!