domingo, 4 de enero de 2009

EL CRIMEN DEL BARBERO DE LA CALLE SAN PABLO

EL CRIMEN DEL BARBERO DE LA CALLE SAN PABLO
DE CÓRDOBA
Antonio Muñoz Centella



A modo de prólogo

Desde pequeño me han impresionado las historias y leyendas de cualquier tipo, mucho más aún si se trataban de historias locales contadas por mis mayores, a los cuales siempre he prestado mucha atención, quizás por mi propia forma de ser, por mi curiosidad, por saber todo lo que ocurriese a mi alrededor. Lo siento yo soy así.

En el caso del crimen del barbero de la calle de San Pablo de Córdoba capital, no recuerdo con exactitud la edad que podía tener cuando escuché por vez primera a mi abuelo Antonio hablar del mismo con mi padre, allí sentados en el corralón de la casa familiar sita en el Barrio de Cañero viejo, donde pasé los primeros años de mi infancia.

Mi abuelo comentaba que hacía ya muchos años en la calle de San Pablo hubo una vez un barbero que mató a un cobrador de un banco y lo curioso de la cuestión era la forma en que lo hizo, asesinándolo con una navaja, troceándolo y arrojando casi todas las partes del cuerpo de su víctima al río Guadalquivir; que tuvo loca a la Policía del momento pero que ésta al final dio con él, que lo enjuiciaron rápidamente y que fue fusilado tras su condena a muerte.

El morbo de la conversación se dirigía al móvil del crimen: por un lado, que si la causa de la muerte fue el apropiarse del dinero que llevaba el cobrador, de otra, que ambos, criminal y víctima, eran masones. Al final, ninguna conclusión era convincente.

Fueron pasando los años y como cualquier persona dejé mi infancia para convertirme en adulto, pero la memoria que, en mi caso y sí es por presumir, siempre ha sido muy buena, me trajo recuerdos de aquella historia, quedando en mi retentiva dos cosas: el famoso crimen y la palabra “masones”.


Respecto al crimen, durante los años siguientes siempre he preguntado a personas mayores si sabían algo de sus protagonistas y, sobre todo, para poder fijar cualquier historia es necesario saber la fecha de la misma. En este sentido, a todo a quien preguntaba, incluido mi padre, me decía que cuando ocurrieron aquellos hechos él era muy pequeño; otros me decían que fue antes del año 1947, año de la muerte de Manolete; otros, que si había hecho la primera comunión, etc.

Así las cosas, hará cuestión de unos diez años aproximadamente, cuando estaba leyendo un libro sobre la posguerra en Córdoba, descubrí al final del mismo un listado de los fusilados en esta ciudad, y aparecía un nombre, de profesión peluquero y un año, 1943. Parecía que por fin, mi espíritu de investigador aficionado daba sus frutos. Lo siguiente que hice fue dirigirme a la Hemeroteca Municipal existente en la calle Sánchez de Feria y solicité ver los periódicos locales del año 1943. Se me entregó el único periódico local entonces existente: el Diario Córdoba. Fui comprobando día a día desde el mes de enero de dicho año y, por fin, en los primeros días del mes de febrero, comenzaba a narrarse los hechos, no en la primera página, como yo esperaba, sino en la tercera, de los días, 3, 4, 5 y 6 de febrero de 1943.

Tomé diversas notas, desde el inicio, esto es, desde la detención del autor material y confeso del crimen, las investigaciones policiales, el juicio sumarísimo y posterior fusilamiento, incluida la esquela del finado.

Han pasado varios años y he tenido guardada la información que poseía. Posteriormente, en 1994, se publicó una obra, “Crónica negra de la historia de Córdoba: antología del crimen”, cuyos autores José Cruz y Antonio Puebla describen distintos crímenes ocurridos en esta ciudad desde tiempo inmemorial, destacando entre otros tanto el famoso crimen de “Cintasverdes” acaecido en esta Ciudad a finales del siglo XIX y, sobre todo, el del Barbero de San Pablo, por ser los que más han impresionado al pueblo cordobés (entre el que por supuesto me incluyo). Mi interés por este último no se basa en el morbo del mismo sino por la supuesta causa de ser hipotéticamente sus protagonistas masones.

Desde entonces siempre me ha intrigado la masonería, sus orígenes, fines, principios, y por ello he ido adquiriendo todo libro que sobre ese tema ha caído en mis manos. En tal sentido, mi interés se desbocó en el año 1984, cuando aún era estudiante del cuarto curso de Derecho. Todo se debió a una circunstancia anecdótica que ocurrió en mi propia casa.

Me acababa de sacar el carnet de conducir de moto grande y arreglé la “Lambretta” de mi padre, la cual me sirvió tanto en aquella mi época estudiantil como posteriormente en el uso de mi “pernocta” para acudir al Cuartel de Artillería desde mi casa y viceversa. Un día que se había pinchado la rueda trasera de la moto y como quiera que tenía que desmontar la misma, pedí ayuda a mi padre para tal menester, quien me dijo buscase en una caja de herramientas antigua, que allí teníamos una llave inglesa grande para poder aflojar la tuerca que sostenía la citada rueda.

En esas estaba, cuando rebuscando entre los hierros y herramientas en la caja existentes, tropecé con un pedazo de metal de forma extraña, como un tornillo grande, de unos seis o siete centímetros de largo, con una base redonda. Al girar dicha base, el corazón me dio un vuelco: aquello brillaba y en el mismo centro apareció un dibujo que me sonaba y que no era sino una escuadra y un compás.

A partir de ese momento, me olvidé de la moto, del pinchazo y hasta de mi padre y como alma que lleva el diablo, subí escaleras arriba hasta mi casa, busque un limpiametales y mi sorpresa fue mayúscula: se trataba de un sello masón.

Las letras que figuraban alrededor que, por supuesto estaban colocadas al revés, tenía la siguiente leyenda: Resp:. Log:. Simb.: Fraternidad Ibérica Nº 29. Valle de Sevilla. En el centro, como digo, estaban la escuadra y el compás, así como dos columnas sobre una escalinata y arriba un haz de radios con una G al centro.

Mi joven imaginación se disparó. Necesitaba saber cómo había ido a parar aquel sello a una abandonada caja de herramientas, quién lo puso allí, etc. Tras asetear a mi padre a preguntas, el mismo sin dar más importancia al asunto, me indicó que ese “hierro” lo había encontrando él cuando era pequeño en la finca que mi abuelo Antonio había tenido arrendada, cuando era hortelano, entre los restos de estiércol de caballo que utilizaba como abono y que de vez en cuando adquiría a los militares de las Caballerizas Reales.

Ya sabía el origen del sello, ahora me faltaba lo más importante, ¿quiénes eran los masones? ¿a qué se dedicaban? ¿serían masones como se decía el barbero y el cobrador?, etc.

En ese momento comprobé cuán grande era mi ignorancia al respecto y no sabía a quién preguntar, sobre todo, porque aún en aquel año de 1984, decías la palabra “masón” y todo el mundo callaba, te miraban de forma extraña, como si hubieses preguntado por extraterrestres o algo así; luego, más adelante comprobé que nadie sabía verdaderamente nada sobre este tema: la extrañeza se debía a la ignorancia, como siempre. En el pequeño mundo que por entonces me movía, tan sólo se me ocurrió dirigirme a la Facultad de Derecho, en concreto al Departamento de Derecho Político. Allí me encontré con el profesor Acosta quien al preguntarle por ese tema me recomendó la lectura de un libro escrito por un tal Ferrer Benimelli. Lo adquirí y a partir de entonces mis conocimientos sobre la Masonería fueron a mayores. Como este no es el tema sobre el que pretendo desarrollar, tan sólo aclarar que tras mucho estudiar, la única conclusión a la que llegué es que los protagonistas de esta historia no podían ser en dicha época masones, ni siquiera con anterioridad.

Y esta aseveración en modo alguno es gratuita ya que viene avalada por el devenir histórico de los acontecimientos. Tras el cese de la guerra fraticida y dada la obsesión que tenía el General Franco con los comunistas, judíos y, sobre todo, con los masones, decir que no quedó nadie en Córdoba perteneciente a dicha sociedad secreta.

Así y siguiendo a los autores de la obra “La masonería en Córdoba”, Juan Ortiz Villalba y Francisco Moreno Gómez, las personas destacadas que fueron acusadas de ser masones y fueron sorprendidas en la ciudad fueron fusilados, como por ejemplo los Doctores D. Manuel Ruiz Maya o Sadí de Buen; otros que pudieron salir, como es el caso del historiador y Director que fue del Instituto de Enseñanza Media, así como embajador de España en Perú, D. Antonio Jaén Morente –que increíblemente fue declarado “hijo maldito” de la ciudad- o del insigne arabista D. Rafael Castejón y Martínez de Arizala –que fue desterrado a Galicia- o el caso de D. Eloy Vaquero Cantillo, abogado, profesor y seguidor de la Escuela Moderna, que emigró a Sudamérica. Por consiguiente, en el año 1943 se puede afirmar con rotundidad que no existía ninguna logia en nuestra capital y mucho menos masón alguno, al menos, en ejercicio.

No podemos olvidar que en aquella época se usaba el apelativo de “masón” en sentido peyorativo, para designar lo oculto, lo maléfico e incluso, como dice el profesor Ferrer Benimelli, cuando comenzaron los primeros atentados de la organización terrorista E.T.A. se decía, por su desconocimiento y autoría que eran obra de los masones. Lo que hace la ignorancia.

Pero volvamos a nuestra historia, ya que el bulo extendido por aquel año y que se decía ser el móvil del horrendo crimen era que al ser los dos protagonistas integrantes de una logia masónica, el barbero había sacado la bola negra y, por tanto, tenía que asesinar a su compañero. Estimamos que dicha versión aparte de ser fabulada y totalmente inverosímil, confunde los datos. En efecto, existen bolas negra y otras blancas a la hora de permitir el acceso a un nuevo “hermano” en una logia; dichas bolas son a modo de escrutinio y si sale en el recuento una bola negra quiere ello decir que el futuro candidato tiene vedado su acceso a la logia y por ende a dicha hermandad.

Tras lo expuesto se puede comprobar la confusión que imagino interesadamente comenzó a circular por la ciudad. La gente imagina, cree en lo que quieren hacerles creer otros y, sobre todo, dado que los personajes eran conocidos desde pequeños por haber sido antiguos alumnos salesianos, se veían casi a diario como a los demás vecinos y nadie acertaba a comprender por qué un amigo podía asesinar a otro.

La versión de los hechos que a continuación expongo no es sino una narración novelada basada en la realidad acaecida en los inicios de aquel año de 1943 que tan profunda huella dejó en nuestra querida Córdoba y, por supuesto, sin ánimo alguno de herir sensibilidades en los descendientes de sus protagonistas, es por lo que he preferido eludir dar el nombre auténtico de los dos para así evitar dañar el nombre de quienes después de más de sesenta y tres años transcurridos, bastante han tenido que soportar.
Por ello he optado por cambiar sus nombres y asignarles uno figurado, eso sí, sólo de los dos protagonistas, porque respecto al resto de intervinientes he preferido mantenerlos tal y como aparecieron en su momento.
Córdoba, agosto de 2006




El crimen del barbero de la calle San Pablo de Córdoba

- CAPÍTULO PRIMERO -

Aquel mes de enero de 1943, la ciudad de Córdoba amanecía fría, silenciosa, corría una leve brisa que daba una sensación térmica más gélida aún si cabía. Los habitantes de la ciudad se iban incorporando poco a poco a sus labores cotidianas, aunque la plaza, como se conocía entonces al mercado de la Corredera, -centro comercial de la época que había sido transformado en su corazón mediante una arquitectura de hierro, símbolo de progreso y gracias a la labor llevada a cabo por diversas figuras relevantes de la capital como era el caso del industrial Sánchez Muñoz- llevaba ya varias horas despierta.

Los cargadores y algún que otro tendero hacían cola para comprar sus jeringos para tomarlos con su café en cualquier bar; las diversas tabernas, estaban llenas de parroquianos que a esas tempranas horas ya habían trasegado algunas copas de anís o coñac para entrar en cuerpo.

Córdoba era entonces una pequeña capital de provincia cuyo centro neurálgico se desarrollaba desde la Puerta Gallegos, calle Concepción, calle Gondomar, Plaza de las Tendillas, calle Claudio Marcelo, Espartería hasta la Plaza de la Corredera y calles aledañas a la mencionada arteria.

Hacía pocos años que había terminado la guerra fraticida, aunque Córdoba capital, al haber estado desde el inicio en zona nacional, tan sólo sufrió algún que otro bombardeo republicano sobre alguna de las pocas fábricas existentes en las Ollerías y en algún que otro lugar más, con lo que la población realmente no había sufrido en sus carnes la lucha cuerpo a cuerpo que sí había tenido lugar en otras poblaciones, por lo que su fisonomía había cambiado bien poco respecto a los años anteriores a la Guerra.

Otra cosa distinta era que al estar en la retaguardia, su población sí sufriría las consecuencias de las venganzas y rencores políticos de los que se suponían vencedores del momento y desde el mismo mes de julio de 1936. Así, se hicieron famosas las “hazañas”, desgraciadamente, de una serie de personajes como “Don Bruno”, el comandante Zurdo, el Cabo de la Magdalena, el coche de la muerte, conducido por un tal Velasco, etc.


Todos estos elementos que a través del terror infundido a la población mediante los famosos “paseos” y consiguientes fusilamientos, hicieron que el pueblo de Córdoba pasase una época de ingrato recuerdo, que se podría equiparar al pavor padecido a principios del siglo XIX, cuando la entrada del ejército francés al mando del General Dupont supuso el saqueo de la ciudad, el fusilamiento de heroicos cordobeses, así como la deshonra de multitud de valerosas mujeres de nuestra población.

* * *
Nuestro protagonista era barbero de profesión y tenía su negocio instalado en el número 6 de la calle de San Pablo, vía que desembocaba en la entonces llamada Plaza del Salvador, hoy día inexistente y absorbida por la construcción del edificio que alberga el Ayuntamiento. Las casas consistoriales estaban en el mismo sitio que hoy pero, digamos que desplazadas más hacia la calle nueva o de Claudio Marcelo. Enfrente del entonces Ayuntamiento existía una taberna llamada “casa de Novella”, la biblioteca municipal, Alados, una sastrería y haciendo rincón con la citada plaza, la botica municipal.

La barbería estaba situada casi enfrente del local de Estévez el esterero, casi como lo vemos hoy en día. El local de la barbería era pequeño, su decoración era muy escasa y estaba compuesto por un par de viejos sillones de rejilla, dos espejos rectangulares frente a éstos y unas estanterías con botes de colonia; entrando a la izquierda, un lavabo y al fondo, un cuartillo que servía de almacén de escobas y viejos útiles, incluso unos bidones, cuartillo cerrado bajo llave, aunque ésta nunca se echaba.

Acisclo, que así se llamaba el barbero, era de un aspecto imponente: grande, alto para la época, de morena tez, ancho de hombros, largos brazos y con unas enormes manos; de abundante pelo endrino y velludo, no obstante era un mixto de la raza calé. Así, mientras su padre había sido un “payo” jornalero, oriundo del pueblo cordobés de Bujalance, de nombre Juan López, allí había conocido a su madre, una guapísima gitana, de apellido Vargas y de nombre María, que se vinieron a la capital en busca de una vida mejor.

Nuestro hombre estaba casado desde hacía bastantes años con Dolores, una mujer que estaba dedicada como todas las de su época a sus quehaceres domésticos y, por supuesto, en vida y alma a sus tres hijos, dos niñas y un niño, el menor, de pocos meses.

La familia vivía en una pequeña casa de las que fueron construidas bajo el auspicio del Obispo Pérez Muñoz en los llanos de la Fuensanta, llamadas casas baratas, hoy día situadas, las pocas que quedan, detrás del Cuartel de la Policía Nacional, antes Policía Armada.

Acisclo López Vargas contaba ya con 45 años de edad. La vida había sido dura con él pero había conseguido llegar alto y salir de un anonimato que le habría esperado en su barrio de San Lorenzo si no hubiese tenido las miras de hacerse con un oficio que si no le hacía rico, por lo menos le daría para vivir: ser barbero.

Esta decisión la tomó cuando servía en el Cuartel de Artillería de la Avenida de Medina Azahara. Siendo un simple cabo de diecisiete años que se había alistado como voluntario dadas las penurias económicas que pasaba su familia.

Su amigo y compañero de fatigas Curro estaba destinado en la peluquería del cuartel y fue quien le enseñó el arte de manejar la navaja y la tijera. Al principio no fue fácil, se llevó más de una bronca porque no atinaba a dejar a los “clientes” como ellos querían, sino como le salía, sobre todo a los novatos recién incorporados, pero pasado un tiempo, descubrió que aquello era la suyo. Sería barbero.

Tras licenciarse de la vida militar y pasar de aprendiz en algunas de las más prestigiosas barberías de la época, decidió que ya era el momento de establecerse por su cuenta y así lo hizo. Pero pensó cual sería la zona de la ciudad en la que pondría su negocio. Dadas sus altas miras, no lo dudó, tenía que ser por la parte del centro. Tuvo suerte, encontró que en la calle de San Pablo existía un anciano barbero que estaba pensando en dejar el oficio y traspasar el local.

Acisclo pensó que tenía buena estrella, dado que el precio del traspaso del negocio, incluidos todos sus enseres, se acercaba al escaso capital que había reunido, mediante no pocos sacrificios, en los últimos años y lo que le faltaba podría serle prestado por un primo suyo, metido en dinero, como se decía entonces, y que se dedicaba a la compraventa de ganado.

Tras entrevistarse con su primo y obtener el dinero en forma de préstamo, consiguió por fin establecerse. Tenía un largo camino recorrido ya que aparte de su experiencia, había heredado la clientela del antiguo barbero, que si bien era poca al principio, lo cierto es que con el paso de los años, fue aumentando su número. Tan es así, que tomó a un sobrino suyo, hijo de una hermana, como aprendiz, de nombre Pablo, pero al que todos le conocían como Paulitos.

El habilidoso barbero gozaba de una gran prestigio no sólo en la zona donde trabajaba sino que además había conseguido alzarse con el puesto de presidente del gremio de peluqueros, dentro del entonces llamado Sindicato Vertical. Este cargo le permitía relacionarse con todo lo más granado de la población cordobesa de entonces.

Las malas lenguas decían que dada su posición también se dedicaba al estraperlo de jabón de afeitar, mediante su fabricación en el pequeño cuartillo de su barbería y vendiéndolo después entre los profesionales de su gremio, cuyas ventas obtenía unos pingües beneficios que le ayudaban así a mantener a su familia.

Nuestro personaje además era un ferviente católico practicante. No en vano se había formado en el Colegio Salesiano, situado en el Barrio de San Lorenzo, donde se crió, y bajo la advocación de María Auxiliadora aquellos sacerdotes le habían adoctrinado sobre el estudio, el trabajo y el ser un buen cristiano siguiendo la estela de San Juan Bosco y Santo Domingo Savio. Cuando dejó los estudios siguió relacionándose con el centro salesiano a través de la Asociación de Antiguos Alumnos, llegando a ser uno de sus miembros más activos y formando parte incluso de sus órganos directivos.

En definitiva, la vida de Acisclo se desarrollaba entre su barbería, su familia y los domingos en oír misa en su antiguo colegio, para luego hablar y “echar un rato” con sus antiguos camaradas. Cuando hacía buen tiempo, era el primero en apuntarse al consabido perol en el campo, en las afueras de Córdoba, por la Palomera o algún otro lugar cercano. La ciudad no era demasiado grande entonces y no había que desplazarse muy lejos para realizar una salida campestre.

* * *


Entre las amistades con las que el barbero se preciaba de tener relación, estaba Julián Pérez Trucio, cobrador del Banco Español de Crédito, de 53 años de edad, un hombre serio, seco, de no muy alta figura, aunque de complexión casi atlética, nervudo, sin mucho pelo, aunque el que le quedaba denotaba que en otros tiempos debió ser rubio. Era padre de familia con seis hijos que aparte de su trabajo, tenía pocas aficiones como no fuese el fútbol, además de ser el Archivero de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús del Calvario y vivía en las inmediaciones del Barrio de San Andrés, en concreto, en la calle Pedro Fernández, entre Arenales y Hermanos López Diéguez.

Este cobrador había nacido en Madrid, su profesión era la de mecánico-conductor, fue llamado como tal para encargarse en el balneario de Marmolejo, -cercana población jiennense famosa por sus aguas minero medicinales-, de conducir el vehículo que llevaba a los usuarios del mismo desde la estación hasta el mismo balneario. Pero tras algunos años de prestar allí sus servicios y tras el declive económico del citado balneario, tuvo que buscarse otro empleo.

Habida cuenta que su suegro trabajaba en la delegación de Córdoba de la compañía de seguros “La Unión y el Fénix Español” y que a través de la citada entidad aseguradora su padre político tenía muy buenas relaciones con el Banco Español de Crédito, con el que a menudo trabajaban, es por lo que Julián Pérez con esas influencias consiguió acabar en nuestra ciudad como chófer del entonces Director de la sucursal bancaria citada, don Carlos Cárdenas.
Posteriormente, al quedar vacante una plaza de cobrador, pasó a formar parte de la nómina de aquella entidad bancaria.

La vida del cobrador era muy sencilla, como así lo eran sus costumbres. Su función diaria consistía en llegar todos los días puntualmente a la entidad bancaria sita por entonces como ahora en la calle Claudio Marcelo, aunque en un edificio más antiguo. Allí le era entregada una serie de efectos –sobre todo letras de cambio- que habían sido devueltas por sus firmantes. Se sentaba en una pequeña mesa existente tras el mostrador y que era utilizada para esos y otros menesteres, se dedicaba a ordenarlas por zonas, según donde viviese cada uno de los deudores; de los sitios más alejados de la ciudad al centro, para cuando llegase la hora de recogerse estuviese más cerca de su casa que, como dijimos, era cerca del Barrio de San Andrés.

Tras la citada operación, iniciaba su marcha, casi siempre a pie, llamando a la puerta del deudor, si éste estaba o había alguien, normalmente le era abonada la letra, la cual le era entregada a cambio del importe recibido. Alguna veces, no recibía respuesta tras su llamada, con lo que tendría que volver otro día. Esta era su misión normal cada jornada, por lo que además de ser ya conocido en casi todos los barrios de nuestra ciudad, tampoco era un oficio demasiado bien visto, sobre todo por los morosos; pero también es verdad que a pesar de que todos supiesen que normalmente portaba dinero en efectivo, dada la época, nadie osaría atracarlo, salvo que quisiera dar con sus huesos en la cárcel o algo peor.

La amistad de ambos protagonistas venía de lejos, pues a pesar de la diferencia de edad entre ambos, unos ocho años, asistían a las mismas reuniones y tenían las mismas amistades, ya fuese por la comunidad salesiana, la organización de peroles a los que también eran muy aficionados o incluso al fútbol, ya que siempre comentaban los resultados del equipo local de entonces, el Club Deportivo Córdoba, cuando jugaba en el Estadio América. No habían sido pocas las veces que los dos habían ido a dicho estadio y no menos las veces que había acudido a la finca de “El Majano” a comerse un arroz regado por un buen vino de Montilla.


- CAPÍTULO SEGUNDO -

El jueves, día 28 de enero de 1943, nuestro cobrador, Julián Pérez Trucio, salió con su cartera como cada día para tratar de cobrar los efectos que le habían encomendado en el Banco. Llevaba en la cartera letras de cambio por valor de veintiuna mil pesetas. Hacia las dos de la tarde casi había terminado el trabajo. Se disponía a ir a almorzar a su casa, bajando por las callejas de Santa Marta.

Pero antes, como hacía cada día, entró en Casa de Novella, enfrente del Ayuntamiento y le pidió a Rafael un medio de “veinticuatro”. Puso la cartera sobre el mostrador y comenzó a hablar con el tabernero. El diálogo fue de lo más simple y duró lo que tardó en tomarse el fino.

Estando tomándose el medio, salió por la puerta de la biblioteca municipal don José María Rey Díaz, alto y estirado, con un libro bajo el brazo. En el rincón, Alados, el sastre, echó el cierre y el mancebo de la botica municipal que cerraba el ángulo de lo que fue la plaza del Salvador pidió una copa de arropao. Hacía un solecillo agradable en el mediodía invernal. Estévez tenía entornada la puerta y a través de ella se veía la talabartería del esparto, los rollos de pleita, alforjas, serones... Cuando se despidió de Pepe Novella, Julián Pérez retomó su cartera. Dentro iban trece mil quinientas cuarenta y cuatro pesetas en efectivo y varias letras no liquidadas.

Al doblar la esquina, bajando por la calle de San Pablo, se encontró al barbero en la acera de Estévez, es decir, enfrente de la barbería, charlando con el esterero.

Era la hora del cierre. Pero Julián le insistió en que lo “arreglara”.
- Es tarde, le dijo Acisclo López. Iba a cerrar.
- No hay problema, hombre. Cierra y me afeitas.

Y se dirigieron los dos a la barbería. Entraron, y el barbero cerró la puerta, echando el pestillo. Por el montante de cristales entraba la luz que se reflejaba en los dos espejos a tal efecto allí existentes. Sobre uno de los sillones, el “Córdoba. Diario de Falange Española Tradicionalista y de la J.O.N.S.” recogía en su primera página: “Continúa la heroica defensa de Stalingrado”. Antes de sentarse, Julián abrió el diario en busca de la tercera de sus cuatro páginas. En ella se daba la crónica del partido en el que “La Electro-Mecánica, en Peñarroya vence al equipo local Unión Deportiva por 3-1”; al partido, se subtitulaba, “asistió el Alcalde y Jefe Local del Movimiento, camarada Isidro Márquez y Ramírez de Arellano”.

Pero Julián Pérez era más partidario del C.D. Córdoba y dobló el periódico por la mitad para leer las declaraciones de Núñez, defensa derecho y entrenador del equipo titular ante el trascendental partido de liguilla de ascenso que había de disputar con el Elche, inicial de la competición de la que formaban parte también el Eldense, el Levante, el Hércules y la Ferroviaria, de Madrid.

- “El Elche es un equipo duro y difícil y dispuesto a calificarse”, leyó Pérez en voz alta, mientras se sentaba en el sillón ante el que le esperaba Acisclo con el paño blanco extendido.

El barbero no comentó nada acerca de la noticia. Guardó silencio. Sus pensamientos estaban en otro lado, en concreto, se le iba la vista sin poder remediarlo para la cartera del cobrador. No hacía sino preguntarse cuánto dinero podría contener, ya que sabía que las sumas recaudadas solían ser importantes por boca propia del cobrador, cuando casi a diario acudía al establecimiento para afeitarse y, sobre todo, porque el mismo no dejaba de jactarse del alto nivel de recobro que conseguía, algo que le era muy reconocido por el Banco.

Últimamente, la cuestión económica estaba mal. Por un lado, la clientela había disminuido y, por otro, debido al toque de atención recibido por un amigo de la Fiscalía de Tasas, había dejado de vender de estraperlo y por un tiempo el jabón de afeitar que hacía llegar a sus colegas de profesión, ya que fue advertido que andaban sobre sus pasos y sería mejor estarse quieto si no quería acabar entre rejas. Por tanto, había que buscar otra fuente de ingresos para llenar el puchero a diario, para alimentar a su familia, con tres hijos y esposa que mantener, dura se presentaba la próxima temporada, a pesar de que el invierno tocase a su fin. Además, tenía pendiente un pago importante, ya que había concertado un préstamo con la Sociedad de Comercio y Crédito que existía en el Císter. El vencimiento estaba al caer y no hacía sino preguntarse, con qué dinero le haría frente.

Estando en esas y sin prestar atención alguna al diálogo de contenido futbolístico que le ofrecía Julián, se le vino a la mente una idea escalofriante: matar al cobrador y hacerse con el contenido de la cartera. ¿Por qué no? Pero antes debía saber si merecía la pena. Por ello y de una forma ladina el barbero, mientras preparaba el jabón con la brocha y procedía a enjabonarle la barba, inició una nueva conversación:

- Y ¿qué, Julián, como ha ido hoy el día?
- Pues mira, Acisclo, nada mal. De las 21.000 pesetas en papel que tenía que haber cobrado, he conseguido 13.500 y algunos céntimos; las que faltan por cobrar, mañana volveré a visitarlos.

Trece mil quinientas pesetas. Todo un capital pensó el barbero. A partir de ese momento y con un desarrollo mental rapidísimo, ideó la forma de asesinar al cobrador, dándole un corte profundo, primero, para después intentar se desangrase en el lavabo. No, mejor darle un golpe certero. Los ojos le brillaban a Acisclo; su mente estaba confusa, no sabía qué hacer o, mejor dicho, cómo hacerlo.

Al final se decidió por la forma más rápida. Inopinadamente y con la navaja recién afilada le dio un tajo en el cuello a Julián, el cual no se esperaba dicha agresión. Tan sólo se quedó aterrado mirando los ojos centelleantes de su agresor que cual terrible fiera, lo dejó inconsciente, manando abundante sangre por la abertura efectuada.


La escena era dantesca: salpicaduras de sangre por todo el local, sillones, espejos, utensilios, todo estaba lleno del color rojo de la sangre de la víctima. El cobrador había expirado su último aliento con la cara desencajada y los ojos muy abiertos, con la mirada perdida. Acisclo se quedó aturdido en los primeros instantes, y con la carga emocional de no saber por donde empezar, intentó tranquilizarse ya que aquello requería, nunca mejor dicho, mucha “sangre fría”.

Lo primero que hizo fue cortar la “fuente” de sangre que no cesaba de manar. Para ello y dada su fortaleza física, levantó el cadáver y lo llevó hasta el lavabo a fin de que se desangrase lo antes posible, pero no sobre el suelo de la barbería. Tras arrastrarlo hasta el vaso del lavabo y sujetándolo por las axilas esperó a que el líquido vital fluyese diluido con el agua del grifo hacia el sumidero. Así estuvo un rato hasta que no pudo más y soltó el cuerpo en el suelo lo mejor que pudo.

Tras echar un vistazo al local y dado su lamentable estado, pensó que lo mejor sería echar serrín en el suelo para que absorbiese el gran charco de sangre que en el mismo se había formado. Así lo hizo. Entró en el cuartillo trastero y de un pequeño cubo allí existente comenzó a esparcir el serrín por toda la barbería, con lo que aparte de cubrir el encarnado suelo, conseguía que cambiase un poco el desconcertante color del mismo.

Luego, despacio y mediante paños fue limpiando cuidadosamente todo lo que se había manchado, incluida la navaja asesina, tijeras y hasta la propia cartera del cobrador que igualmente había sido salpicada. Teniéndola en sus manos, la abrió y pudo comprobar que su víctima no le había mentido: allí estaban las más de trece mil quinientas pesetas, un fortunón que le sacaría de bastantes apuros a él y a su familia en los próximos tiempos.

La mente de Acisclo fue ordenándose paulatinamente, tras los primeros instantes de locura. Nadie le había visto cometer su vil acción, tan sólo el Supremo Hacedor y su conciencia, la cual intentaba justificar por el motivo que le había llevado a matar a un amigo: la necesidad le había obligado a hacerlo, era su familia o su amigo. Así se autojustificaba y se daba ánimos por la acción cometida.

Echó una última mirada al cuerpo yacente de su amigo y tras lavarse, decidió marcharse del local e ir a su casa para almorzar. Ya en la calle dudó si tomar el autobús como todos los días o ir dando un paseo hasta su hogar. Pensó que sería mejor irse andando para despejar su mente y así lo hizo.


Fue lentamente caminando por la calle del Ayuntamiento, ahora denominada de Calvo Sotelo -en honor al abogado e ideólogo de la derecha, mártir del alzamiento, para otros-, Espartería, Corredera, Plaza de la Almagra, la calle de El Poyo, Plaza de San Pedro, para finalmente salir a la calle del Sol, ahora Agustín Moreno, rumbo a los solares de la Fuensanta, donde vivía. Iba apesadumbrado, con un andar cansino, saludando a más de un conocido sin inmutarse pero, como aquí se dice, la “procesión iba por dentro”, su alma estaba perdida, ...

Pero, de repente, recapacitó y se sobrepuso. Debía actuar, como tantas veces había hecho en su querido colegio salesiano, es decir, su aspecto, sus costumbres no debían cambiar para nada, debían ser como siempre, no debía hacer ostentación de dinero, etc.: aquel iba a ser el papel de su vida.

Llegó a su casa, le dio un beso a Dolores su esposa y vio como sus dos hijas almorzaban un plato de sopa, más clara que espesa, así como algunos trozos de pan negro. El pequeño estaba dormido. Como siempre, nada habló con su mujer. Tomó algo y con una vana excusa, salió de su vivienda para volver sobre sus pasos en dirección a la barbería.

Su pensamiento no era otro sino en la forma en que se desharía del cadáver. No iba a sacarlo a plena luz del día del local, alguien podría verlo y menos de noche. El problema estaba en la calle San Pablo. Era ésta una vía demasiado concurrida a cualquier hora del día, siempre habría alguien que podría ver, decir, etc., y, sobre todo, cuando comenzase a echarse en falta al cobrador, una persona de rigurosas costumbres y horarios en su vida, las sospechas comenzarían a rondarle.


- CAPÍTULO TERCERO -

La solución a su “problema” le sobrevino cuando pasó delante de una carnicería. Claro, ¿cómo no se le habría ocurrido antes?, pensó. Si descuartizaba en pequeños trozos el cuerpo, podría en un poco de tiempo deshacerse del mismo.

Imaginó que los utensilios con que contaba en su barbería poco podría hacer y que, por tanto, necesitaba agenciarse algunas herramientas que facilitasen su labor. Se encaminó hacia la barbería, abrió el local y allí estaba tendida su víctima. Al principio, no recordaba dónde había puesto la cartera pero, luego, tras recorrer con la mirada todo el local, observó que estaba allí, en lo alto de la última bandeja donde estaban los botes de masaje. La asió y tras abrirla sacó unos cuantos billetes. Luego, se dirigió a la calle María Cristina, donde había una ferretería. Allí le atendió un empleado, Antonio Valle Torres, a quien le manifestó que deseaba adquirir un hocino, un cuchillo y un serrucho.

Dado que el empleado conocía al barbero, al primero le llamó la atención lo de tanta herramienta, sobre todo lo del hocino y el cuchillo, por lo que le inquirió que si iba a la “matanza”, a lo que el otro le contestó que sí, que lo habían invitado unos amigos a una, con lo que dio por zanjada tan impertinente cuestión.

Con los útiles adquiridos bajo el brazo, Acisclo se dirigió nuevamente a su local para proceder a la macabra tarea que le esperaba. En aquellos instantes le vino a la memoria que la faena que lo iba a ocupar la había realizado en multitud de ocasiones, cuando iba de perol y era él precisamente el encargado de sacrificar el pollo que iba a ser la estrella principal del condumio. Así, recordaba que tras darle un corte en la cabeza, había que esperar a que el bicho se desangrara, con cuya sangre posteriormente se hacía un plato que a muchos les deleitaba cual era la famosa sangre encebollada. Tras, limpiar de plumas al animal muerto, se le cortaba la cabeza y las patas, así como el pescuezo. Luego, se le abría la pechuga, para limpiarlo, dejando el corazón y poco más. Se cortaban los muslos y se comenzaba a trocear,...

Así estaba cavilando, cuando de repente llamaron fuertemente a la puerta de la barbería. Acisclo se sobresaltó y hasta ese preciso momento no había caído en la cuenta de la hora que era, la de apertura del negocio y que quien así golpeaba la puerta era la persona, el detalle, que había olvidado: Paulitos, su aprendiz que venía a trabajar.

Quitó el pestillo y sin abrir del todo la puerta, asomó la cabeza y le dijo a Paulitos que esa tarde se fuese, que no iban a abrir la barbería porque tenía unos “asuntillos” que arreglar. El aprendiz que sabía a lo que se refería –él creía que su tío iba a elaborar el famoso jabón que luego vendía en el mercado negro o de estraperlo- no dio más importancia al cierre del negocio y se marchó.

El barbero se maldijo así mismo por no haber caído en la cuenta del elemento sorpresa con el que no había contado. Ahora tendría un “moscón” que preguntaría demasiado cuando encerrase el cadáver en el cuartillo y, sobre todo, cuando lo hiciese con llave, algo inusual en la barbería. Pero bueno, vayamos por partes, se dijo.

Toda la tarde de aquel jueves la dedicó a desmembrar el cadáver, cortando con el hocino, serrucho y cuchillo, piernas, huesos, cabeza, tronco, etc.., todo lo fue echando en un bidón que estaba en el cuartillo, de manera que cuando cayó la noche, ya había troceado todo el cuerpo y le cabía perfectamente en el referido depósito. Posteriormente, comenzó a revisar todo el local y tras limpiarlo concienzudamente, el mismo quedó impoluto, nunca antes había brillado como ahora lo hacía.


Tras realizar su “trabajo” y dado el agotamiento físico que empezaba a notar, decidió que esa noche sería la primera de sus tétricos viajes al río, porque era allí donde pensaba arrojar los restos de su víctima. Para tal menester cogió un buen trozo, no demasiado grande para no llamar la atención, envolverlo en papel de periódico que para eso tenía allí bastantes, y salió del local con su macabro paquete.

Hizo prácticamente el mismo recorrido que había efectuado al mediodía para dirigirse a su casa, esta vez se desvió por la calle Mucho Trigo para salir a la Ribera, allí junto al Molino de Martos, y tras observar que nadie le miraba, arrojó el primer paquete de los varios que estaba seguro arrojaría en los sucesivos días.


- CAPÍTULO CUARTO -

La tarde y noche de aquel jueves, 28 de enero, no transcurrió de igual modo para la familia del cobrador ni tampoco para el Banco para el que trabajaba.

Respecto a la familia de Julián Pérez Trucio, aquella falta no era habitual. Aquel hombre de arraigadas costumbres no solía dejar de asistir a su hora del almuerzo, para tras echar una cabezada, que no siesta larga, volver al Banco para rendir cuentas: algo malo había pasado y todas las alarmas se encendieron. La esposa del cobrador envió recado con uno de sus hijos mayores al Banco para ver si su esposo había aparecido por allí o podían darle algún dato. En la entidad bancaria nada sabían del cobrador; desde por la mañana no se habían vuelto a tener noticias del mismo.

Estos temores familiares influyeron en la dirección del banco hasta el punto que sobre la ocho de la tarde del citado día, el director del Banco Español de Crédito, don Luis Salazar Ruiz presentó una denuncia en Comisaría por la desaparición del cobrador. Ya hacía seis horas que Julián era cadáver. En la denuncia se daba cuenta de que el cobrador había salido como habitualmente a realizar su cobranza, llevando en cartera efectos por valor de veintiuna mil pesetas.

Córdoba era una ciudad en la que todo el mundo se conocía, la definiríamos como ya hizo algún autor respecto a Madrid, como un poblachón andaluz.

La noticia de la desaparición del cobrador corrió como la pólvora, algo que por un lado, hacía la misión del barbero más difícil para poder deshacerse del cuerpo del finado y, de otro, dispararía la imaginación popular hasta extremos insospechados. En una ciudad lánguida, ávida de noticias como esta Córdoba, aquella situación daba lugar a la especulación, al morbo, a un hervidero de noticias que cada cual desarrollaba como mejor le convenía.

Desde estos momentos se apoderó del asunto la fantasía popular, haciéndose toda clase de comentarios sobre la desaparición del cobrador. Fueron pocos los que creyeron que Julián Pérez pudiera haberse marchado fuera de Córdoba, dada su magnífica conducta de siempre y su honradez acrisolada. Además, gozaba de una posición económica desahogada. Otros, la mayoría, tenían la creencia de que había sido secuestrado. Hubo quien vio meterle en un coche amarillo, en las callejas de Santa Marta, cuando iba para su casa y desaparecer por la calle Juan Rufo, al Campo de la Merced. El domingo, día 31 de enero, los comentarios afirmaban que había sido encontrado su cadáver en la sierra.

Sólo existía una persona que sabía la verdad, que Julián Pérez había muerto a manos de un verdugo muy especial, su amigo Acisclo López.

De todas formas, la prensa local no se hizo eco de la noticia de la desaparición del cobrador hasta pasados unos días; algo distinto era la gente del barrio que uno a uno y en cualquier ocasión donde la gente se agolpase, bien en las tabernas cercanas o en la compra de la plaza, donde todos especulaban.

Nuestro protagonista no se dejó amilanar por los comentarios. A fin de cuentas nadie sabía nada, lo único en que sí podía afectarle los mismos era en adelantar los acontecimientos y consecuentemente tendría que aligerarse en sus macabros paseos porque sabía que tarde o temprano las sospechas se dirigirían hacia su persona.

Así, los siguientes días a aquel triste jueves, Acisclo se dedicaba a su faena de arreglar cuellos y cabezas de todos sus clientes, en un perfecto disimulo, como si nada nuevo hubiese ocurrido. Eso sí, los que allí acudieron notaban dos cosas distintas en la barbería y era que estaba más limpia que de costumbre y, sobre todo, el fuerte olor a colonia que el local desprendía.

Parecía que al barbero le estuviesen regalando los perfumes puesto que olía demasiado fuerte y alguna que otra pituitaria no acertaba a reconocer el punto raro que allí había. Dicha rareza no era otra que la mezcla del olor a carne que se estaba descomponiendo con el empalagante olor a colonia, que daba lugar a un olor así como dulzón.

A todo ello debemos unir otro dato como era el que Paulitos, el aprendiz, vio con sorpresa que no podía entrar en el cuartillo trastero por estar echada la llave, algo que nunca antes había pasado y además, según su tío, la misma se le había extraviado.

Entre unos y otros, el barbero se iba sintiendo acorralado. Los acontecimientos se estaban precipitando más rápido de lo que él pensaba. Su cinismo llegó al punto la misma tarde noche del Viernes, cuando llevando un trozo del cadáver bajo el brazo liado en periódicos como siempre, se tropezó con uno de los hijos mayores de su víctima y tras saludarlo, le preguntó:
- ¿Qué, Damián, sabéis algo nuevo de tu padre?
A lo que el hijo le contestó:
- Nada, Acisclo, la policía está investigando pero nadie sabe nada.
- Pues, que haya suerte, porque esa desaparición de tu padre no es normal. Él no es hombre de perderse sin decir nada. (Si lo sabría él).

Y siguió su lúgubre camino hacia donde siempre, el Molino de Martos, para deshacerse del siguiente trozo. “Ya quedaba menos”, musitaba para sus adentros.

Cada día, tras su penoso camino, regresaba a su casa donde por las noches, no hacia sino dar vueltas y vueltas sobre la cama, suspirando todo el rato, tan sólo daba alguna que otra cabezada, levantándose a echar un pitillo: su conciencia le pesaba demasiado.

- CAPÍTULO QUINTO -

Desde la interposición de la denuncia por parte del Director del Banco, Sr. Salazar, el grupo de homicidios de la policía cordobesa se puso en marcha. Al principio, sin mucho afán, dado que tan sólo habían transcurrido unas horas desde la desaparición del cobrador. Pero conforme iba pasando el tiempo y los días siguientes, se comenzó a indagar los últimos pasos de Julián Pérez Trucio.

Desde el día siguiente, viernes 29 de enero, la policía comenzó a emplear todos sus recursos y el comisario jefe, don Aurelio Cortecero, personalmente empeñado en el asunto, encomendó las gestiones al comisario de la brigada criminal don Eduardo Tarodo, quien dedicó a los agentes a sus órdenes a la averiguación de la extraña desaparición. Dicha brigada criminal estaba compuesta por los señores Delgado, Llamas, Villarroel, Gálvez y Rivas. Se hicieron registros, interrogaron a aquellas personas que el jueves 28 de enero visitó Julián Pérez y no se pudo sacar nada en claro. Tuvieron conocimiento de que el último lugar donde había sido visto Julián Pérez había sido en la barbería de Acisclo López Vargas, a mediodía del 28 de enero. Comenzaron a registrar, no obstante, todo el espacio entre Casa Novella, frente al Ayuntamiento y la barbería, sin fruto alguno. El círculo se estaba cerrando.
* * *


El domingo, último día del mes de enero, Acisclo López hizo lo de siempre, esto es, acudir al Colegio Salesiano a escuchar su misa dominical, ante la figura de María Auxiliadora. Imaginamos que ante la dulzura de dicha imagen el barbero rogaría por evitar la condena de su alma por el crimen cometido, algo a todas luces y esas alturas estimamos que imposible, pero él estaba allí ante su señora implorándole su misericordia, por su salvación y rezando al mismo tiempo por el alma de su amigo y víctima Julián. Aquel hombrón no pudo en un momento determinado dejar de escapar alguna que otra lágrima, escena conmovedora que algunos de los presentes debieron achacar a la enorme amistad que había unido siempre al barbero y al cobrador.

Tras la misa, Acisclo no tuvo más remedio que sobreponerse y recomponer su normal compostura para no llamar la atención. Se dirigió a la sede de la Asociación de Antiguos Alumnos, donde comenzó a saludar a todos sus compañeros. El tema de conversación, como no podía ser otro, era acerca de la desaparición de Julián Pérez. Todos hablaban de lo mismo. En un momento dado, el barbero, con la frialdad y el cinismo que le caracterizaban, dirigiéndose a los presentes, dijo:

- Vamos a rezar un Padrenuestro porque aparezca el pobre Julián.


Y con un inaudito cinismo pronunció en voz alta la primera parte de la oración que los demás respondieron entonando el pan nuestro.

Finalizada su estancia en la sede la Asociación, el barbero muy a su pesar decidió dar otro “viaje” con su pesada carga. Subió por Santa María de Gracia, el Realejo, San Andrés para llegar a su triste destino: la barbería. Allí hizo otro paquete, esta vez le tocaba a la cabeza del cobrador. La envolvió lo más rápido que pudo por no mirarle la cara. Quien lo viese, pensaba, podría creer que llevaba bajo el brazo un balón de fútbol, de lo que entonces se llamaban de reglamento. Tenía que apresurarse, aquello se le estaba yendo de las manos.

Su nerviosismo se acrecentó cuando aquella misma mañana se había cruzado con el espartero. Éste le había comentado, tras saludarlo, que la noche del sábado había tenido que acudir con Rafael Novella a la Comisaría de Policía a requerimiento de los agentes policiales. Según le contó, los interrogaron separadamente, y fueron cientos de preguntas las que les hicieron que si conocía al cobrador, sus costumbres cuando paraba por allí, etc., pero lo que más inquietó a Acisclo fue lo que dijo Estévez, que el día de la desaparición había visto al cobrador cómo tras despedirse de él, se iba a que lo afeitase el barbero.

Aquel dato que le transmitió el espartero era decisivo. Sabía que más temprano que tarde lo llamarían también a él a declarar.

En efecto, el lunes día 1 de febrero, un inspector de policía había dejado recado en la barbería a su aprendiz de que Acisclo se pasase por la Comisaría para practicar una diligencia de su interés, según le dijo textualmente Paulitos.

Antes de que llegase el mediodía, el barbero entraba en las dependencias policiales. Lo esperaban dos inspectores, los señores Llamas y Villarroel. Lo hicieron pasar a una habitación, cuya única decoración era una foto del Generalísimo y otra del que por entonces llamaban el ausente, José Antonio Primo de Rivera, una mesa con una vieja máquina de escribir de color negro, una Underwood, y tres sillas, una para el que haría de escribiente y dos más, a modo de confidentes.

Amablemente, el inspector Llamas, en su calidad de instructor, le indicó que tomase asiento, mientras que hacía lo propio su compañero Villarroel, que iba a hacer las funciones de escribiente y al mismo tiempo de secretario. Encima de la mesa había distintos folios, papel de calco y un cenicero hasta arriba lleno de colillas, incluso algunos aún humeantes. Al lado de la máquina de escribir un flexo de latón.
Una vez acomodados, comenzó el interrogatorio. Nada hacía sospechar a los policías que estaban delante del asesino. Éste iba con traje gris oscuro, con una palomita en su cuello; nada de corbatas, bien peinado e impertérrito fue contestando una a una todas las preguntas que le fueron formuladas. Tan sólo hizo un cambio de postura de su cuerpo cuando el interrogatorio llegó al final, cuando se le preguntó si el día del crimen había visto al cobrador. Acisclo no lo negó, dijo que sí y que, efectivamente, lo había afeitado pero que tras su trabajo, Julián Pérez había salido de su barbería y lo vio como se alejaba San Pablo para abajo, imaginando que se iría a su casa almorzar.

Estas manifestaciones las hizo con rotundidad, sin el menor vestigio de duda, algo que hizo que los inspectores diesen como verdadera la versión del barbero. Terminado el interrogatorio, y tras preguntar Acisclo si se les ofrecía alguna cosa más, los policías le invitaron a abandonar las dependencias policiales, quedando el barbero a su entera disposición para lo que deseasen cortésmente.

Los policías, si bien creyeron en principio la explicación dada por el peluquero, pensaban que allí había gato encerrado, algo no les cuadraba puesto que todas las versiones dadas por los testigos sólo coincidían en una cosa: el rastro del cobrador se perdía cuando llegaban a la barbería de San Pablo.

- CAPÍTULO SEXTO -

Era el día dos de febrero, día de la Candelaria, entonces fiesta oficial en Córdoba capital. Ese día era típico marchar al campo donde se almorzaba con el perol característico.

Mientras tanto la policía no descansaba. Tras analizar todos los interrogatorios, el Comisario Jefe decidió que había que interrogar nuevamente al barbero, para ello envió a un par de inspectores a la calle de San Pablo. Al llegar a la barbería la puerta estaba cerrada. Los inspectores decidieron entonces dirigirse a la explanada de la Fuensanta, en busca de López Vargas para interrogarlo nuevamente. Pero éste no estaba en su domicilio. Eran las cuatro de la tarde cuando regresaron a Comisaría. Según versiones recibidas, el barbero estaba en el fútbol. Aquel día el Club Deportivo Córdoba celebraba, como decían los anuncios de la prensa de entonces, un “gran partido de fútbol” en el Estadio América con el “Aviación” de Sevilla que alineará jugadores de gran valía”. El Córdoba, por su parte también ofrecía novedades, ya que se decía que “presentará nuevos elementos a prueba”.






Hasta el Estadio América se desplazaron dos inspectores, que no pudieron encontrar al barbero entre los espectadores. Mientras, otra pareja se desplazó al domicilio de Paulitos, sobrino y aprendiz del barbero. Tampoco hubo suerte porque en el domicilio familiar de éste, en la Huerta de la Reina, le dijeron que el mozuelo, tendría por entonces quince o dieciséis años, había ido al cine Góngora.

En el cine de la calle Jesús y María se proyectaba la película “El famoso Carballeira”, “extraordinaria producción Cifesa, por Maruchi Fresno y Fernández de Córdoba”, como complemento de proyectaba el “Noticiario español NO-DO, número 4”.

Esperaron los policías que terminara la proyección del documental y ordenaron que no se apagaran las luces, quedando uno de vigilancia ante la puerta. Allí fue encontrado el aprendiz, que inmediatamente fue conducido a comisaría. Serían las siete cuando entró en sus instalaciones y a las ocho ya estaba en libertad. Su testimonio fue decisivo.






Tras ser interrogado, Paulitos, manifestó que le extrañaba no sólo el derroche de colonia que hacía su tío, sino el hedor, que aquella no podía ocultar, que se iba apoderando de la barbería, en la que, a pesar de buscar y rebuscar, no aparecía la llave del cuatro-trastienda, que el maestro dijo a su sobrino que había perdido. La pista que había dado el aprendiz era la clave de todo el asunto. Se hacía imprescindible localizar al barbero y, sobre todo, averiguar qué escondía en el cuarto trastero.

Esa misma tarde del día 2 de febrero de 1943, el barbero fue detenido. Estaba en su casa, recién llegado del partido de fútbol. Tras la aparición de varios inspectores de policía, Acisclo no opuso resistencia a su detención. Fue llevado a la Comisaría donde había estado el día anterior e introducido, sin demasiadas contemplaciones en la misma habitación donde tan amablemente había sido tratado hacía pocas horas antes.

No hizo falta la fuerza física a los policías para que confesara. Su conciencia no le había dejado tranquilo desde el día del asesinato. Se derrumbó y muy tranquilo, con la paz que deja la confesión, narró a sus interlocutores cómo ocurrieron los hechos pero introduciendo un matiz, para poder justificar su vil acción.


Según la versión dada por el criminal, había comenzado a afeitar a Julián y comenzaron a discutir por la guerra europea, ya que por entonces se estaba librando la famosa batalla de Stalingrado. Como quiera que cada uno de los protagonistas defendían causas distintas, uno era partidario de la causa nazi y el otro de los aliados, en un momento de la discusión, el cobrador hizo un movimiento extraño con la cabeza, lo que le hizo al barbero que teniendo en su mano derecha la navaja, le produjese un profundo corte en el cuello, mortal de necesidad, que la sangre salía a borbotones y que, en definitiva, Julián se le murió en los brazos y que nada pudo hacer por salvarlo.

Su problema, según manifestó, era cómo deshacerse del cadáver y que por eso ideó lo del descuartizamiento y su posterior traslado al río Guadalquivir, a la altura del Molino de Martos. Eso era todo.

Cuando se le preguntó acerca del dinero, manifestó que su intención inicial no era la de quedárselo y que, de hecho, tan sólo faltaba el dinero justo que se había gastado en la Ferretería de la calle María Cristina en la adquisición de las herramientas que uso para su macabro trabajo necesitó; que dicho dinero estaba guardado en un sobre en su barbería.




Sobre las once y media de la noche del mismo día 2 de febrero, la policía telefoneó al juez civil de guardia, quien dadas las intempestivas horas estaba ya durmiendo, a fin de que se desplazase a Comisaría para interrogar al detenido. A la sazón, estaba de guardia el Juez de Primera Instancia e Instrucción, don Antonio de la Riva Crehuet, a quien correspondieron efectuar las primeras diligencias.

Al poco rato, la comisión judicial, encabezada por el Magistrado mencionado y el Secretario judicial, don José María Cortázar, se personó en las dependencias policiales.

Comenzó las diligencias indagatorias el Sr. Juez interrogando al hasta entonces presunto asesino, quien en resumidas cuentas le manifestó a la autoridad judicial que le dio un corte sin querer, del que le sobrevino la muerte; igualmente, es de destacar la alusión que hizo al enorme consumo de colonia que había efectuado para ocultar el mal olor. Al Sr. Magistrado le impresionaron la serenidad y el talante fatalista del asesino.

También estuvo a ver el detenido, -y sin saberse a virtud de qué privilegio- el director del Banco Español de Crédito, don Luis Salazar Ruiz.


Tomada que le fue declaración por el juez señor de la Riva, este dio orden de que Acisclo López ingresara en prisión, iniciando la instrucción del sumario nº 36/1943, a la espera de ser juzgado.

La prisión en que ingresó fue la que se encontraba en el actual Barrio de Fátima a pesar de que aún no estaban concluidas sus obras, ya que la que hasta aquellos momentos se utilizaba para las detenciones civiles sujetas a jurisdicción militar, vulgo llamada cárcel vieja, la establecida en el Alcázar de los Reyes Cristianos, se había quedado reducida a prisión de personal militar.


* * *










- CAPÍTULO SÉPTIMO -

Nuestro barbero durmió aquella noche algo más que las anteriores. Se había quedado, como se dice por esta tierra, “descansando”, ya no podía soportar por más tiempo aquella muerte sobre su conciencia. Sabía ya lo que le esperaba. Corrían malos tiempos para la justicia, mejor dicho, para quien confiase en aquellos momentos en la justicia. Acisclo era un gran conocedor del mundo judicial, no sino por curiosidad, había asistido a innumerables juicios a la Audiencia Provincial que entonces tenía su sede en el caserón de la Avenida del Gran Capitán. Era muy frecuente su asistencia a esos juicios que por temas políticos eran juzgadas muchas personas y, por supuesto, la mayoría de ellas, acababan sentenciadas a la pena de muerte.

Por razones que él no acertaba a comprender casi todos los juicios eran llevados a cabo por personal militar, desde el tribunal, la defensa incluido el ministerio fiscal, todos eran militares. En aquella época estaban sometidos a jurisdicción la mayoría de delitos: delitos de sangre, robo a mano armada...






Allí vio cómo se condenaba a personas que tan sólo hacía unos años estaban en la cúspide del poder local, cómo se les acusaba de traidores a la causa por haber pertenecido al partido radical, al socialismo o anarquismo. Estaba claro cual era el fin de los desgraciados acusados y, sobre todo, le llamaba mucho la atención el papel que desempeñaba el defensor que nada podía hacer por liberar a su defendido de la condena que se les solicitaba. En el fondo sentía lástima tanto por aquellos desgraciados como por los defensores que hacían lo imposible.

Precisamente, de entre estos militares defensores, que a él le parecían buena gente, destacaba uno por su gran oratoria y sabia elocuencia, se le veía preparado a pesar de su juventud y hasta cómo sufría por todos y cada uno de sus defendidos. Se trataba de un alférez, de nombre Pedro Guerrero Jurado. El barbero se decía a sí mismo que si algún día tuviese la mala suerte de tropezarse con la justicia, ese sería su defensor.






Al día siguiente, tres de febrero, Acisclo recibió la visita de una persona uniformada que decía venir en nombre del Juzgado militar y le traía una relación con nombres y apellidos de abogados de la capital, a fin de se decidiese por uno, dado que el juicio sería de los llamados sumarísimos. Al leer la nota que se le mostró y comprobar que allí estaba su alférez, no lo dudó. Se decidió por el Sr. Guerrero Jurado. No ignoraba que este defensor lo iba a tener muy crudo, pero si había alguien en la ciudad que se tomase en serio su defensa no podía ser otro que el citado alférez.

A media mañana del mismo día tres de febrero, Acisclo López fue conducido desde la Prisión en un vehículo celular hasta la calle de San Pablo, a fin de, en presencia del Juez Instructor, Sr. de la Riva, proceder a la reconstrucción de los hechos.

Allí estaba ya esperándole la comisión judicial compuesta por el juez de Instrucción, don Antonio de la Riva, secretario don José María Cortázar, habilitado, señor Ortega, médico forense, señor Bernal, comisario-jefe de policía, don Aurelio Cortecero de la Cuerda, comisario segundo jefe, don Manuel Martín Erades, y comisario jefe de la brigada criminal, don Eduardo Tarodo, y el personal que componía la brigada.



Se reconstituyeron los hechos aportando Acisclo detalles interesantes al sumario. Así, el barbero explicó dónde estaba sentado el cobrador cuando le dio el primer corte, el sillón de la derecha entrando; cómo el mismo expiró entre sus brazos; cómo lo arrastró hasta el lavabo para terminar de desangrarse y cómo tras adquirir las herramientas –consistentes en un hocino, cuchillo y serrucho- lo descuartizó. Igualmente y con todo lujo de detalles cómo había ido procediendo desde el mismo día del crimen a arrojar los trozos del cuerpo al río Guadalquivir, a la altura del Molino de Martos. Nunca negó haber sido el autor de tal fechoría.

Tras terminar su declaración, el Sr. Juez dio orden de incautar las citadas herramientas, así como dos bidones donde estaban depositados los restos del cadáver del desgraciado cobrador, siendo el tronco de la víctima el más grande, los cuales fueron colocados en un caja, siendo trasladados al Cementerio de Nuestra Señora de la Salud, para darles sepultura.

Respecto al barbero, el Sr. Juez dio orden de que fuera conducido nuevamente a la Prisión provincial, mientras que se ordenó a la policía efectuase un rastreo por la orilla del río, a la altura del citado Molino, por si hubiese la posibilidad de encontrar algún resto por allí.


Esta operación se hizo por la tarde, sin que diese resultado positivo alguno. No podemos olvidar que precisamente esa zona del río tiene mayor profundidad y lo más lógico es que los restos, o bien se hubieran quedado depositados en el fondo del río, o bien se hubieran desplazado río abajo por la fuerza de la corriente. En suma, que nada se halló.

Para finalizar su labor, el Juez de instrucción ordenó la remisión de las diligencias previas a la autoridad militar, la cual debía proceder al nombramiento de un juez, que habría de continuar el sumario con la urgencia que ordenaba el Código de Justicia Militar para estos casos.

Dicho nombramiento recayó en el Juez militar, D. Enrique Quintela. Éste tras recibir las diligencias procedió a ordenar se le facilitase al detenido la relación de posibles defensores a fin de que eligiese a uno.

Como ya dijimos con anterioridad, el barbero se decidió por el alférez Pedro Guerrero Jurado.






Al alférez le decimos la palabra defensor y no la de abogado, puesto que a la fecha del juicio del barbero, aún no había terminado los estudios de Derecho, era simplemente un estudiante que por su condición de alférez de complemento se le asignaba como a tantos otros de su época defender causas, a pesar de que técnicamente como decimos no era todavía abogado.

A pesar de lo expuesto, la labor del alférez Guerrero fue más encomiable aún si cabe porque lo que no se le puede negar es el valor en la realización de su trabajo y como suplió su cualificación con la experiencia demostrada en los centenares de juicios que ya tenía a sus espaldas.













CAPÍTULO OCTAVO -

Amanece el día 4 de febrero. Pedro Guerrero Jurado, un joven alférez de complemento que llevaba mucho tiempo defendiendo a los acusados de delitos políticos ante la jurisdicción militar, va a realizar su trabajo como de ordinario, en el Cuartel de Artillería, sito en la avenida de Medina Azahara.

A su llegada el cabo de guardia se dirige a él para comunicarle que el Jefe de Día le estaba esperando en la Sala de Banderas. Nada más entrar se encuentra con el capitán Lacambra quien le ordena se dirija inmediatamente a la Auditoría Militar que estaba en el Gobierno Militar que ya radicaba en el mismo lugar que hoy ocupa.

Fue allí donde el Juez militar, Sr. Quintela le hizo saber que había sido designado por el procesado, Acisclo López Vargas, para asumir su defensa. En un principio, el Sr. Guerrero creyó que se trataba de un asunto referente a temas políticos pero fue el mismo Juez quien le aclaró que se trataba del famoso barbero y sobre todo, que debía darse prisa en estudiarse el asunto dada la perentoriedad de los plazos, puesto que el Consejo de Guerra, sería el día siguiente, 5 de febrero.



Así las cosas, el alférez, tras obtener el oportuno permiso de la autoridad militar, pidió un coche oficial y a media mañana ya se encontraba en la prisión provincial. La dirección del centro penitenciario ya estaba avisada de su visita. Nada más entrar solicitó ver al preso López Vargas. Como ya conocía el camino, se dirigió al locutorio de abogados.

Esta dependencia era pequeña y su composición era aún más simple si cabe, ya que tan sólo estaba dotada de una pequeña mesa y dos sillas, colocadas en ambos extremos de la mesa, sin tabiques ni rejas.

El alférez iba vestido de uniforme, ya que aquello en la jerga castrense se denominaba un servicio de armas. Llevaba puesto el correaje y la pistola de reglamento, ya que además ese día tenía servicio nombrado de vigilancia, de ahí que fuese armado. Por este motivo y antes de proceder a la entrevista con el acusado, el alférez fue advertido por los oficiales de seguridad de la cárcel en el sentido de que dejara la pistola atrás, ante el temor de que el detenido pudiera quitársela.







El temor no era infundado, según se le explicó por los oficiales de prisiones, ya que el barbero había intentado suicidarse.

Tras entregarle a un oficial de prisiones el arma, entraron a Acisclo esposado. El alférez, a fin de ganarse la confianza de su patrocinado, pidió a los funcionarios que le quitasen las esposas, y así lo hicieron.

Una vez liberado de los grilletes, el defensor le invitó a que tomase asiento, algo a lo que accedió el defendido. La conversación entre ambos discurrió de forma distendida. El detenido presentaba un aspecto tranquilo, sin conservar expresión alguna de angustia, como de importarle bien poco las circunstancias por las que estaba atravesando y, ante todo, lo que le esperaba: un juicio sumarísimo y su más que probable condena a muerte.

Al alférez le llamó la atención tanto la altura y corpulencia como las enormes manos de su defendido y, sobre todo, lo sereno que se mostraba. Pensaba para sí que si el acusado del crimen hubiese sido él mismo, no estaría tan apacible como la entereza que mostraba Acisclo. Pero en fin, se dijo, vamos a la cuestión. Se saludaron.




- Buenos días. Mi nombre es Pedro Guerrero Jurado. He sido, según parece, designado por Ud. para asumir su defensa. Dijo el alférez.
- Ya sé quien es Ud. Repuso Acisclo.
- Sí, y ¿de qué me conoce Ud., Sr. López?
- Pues, hombre, no se ofenda. Le conozco de su buen hacer; le he visto actuar en multitud de ocasiones en los consejos de guerra, defendiendo a muchos acusados. Durante los últimos tiempos y en mis pocos ratos libres, he acudido infinidad de veces a ver los juicios en la Audiencia, por curiosidad.
- Ah, ya, manifestó el defensor.
- Pero, dígame, siguió, y sabiendo Ud. cómo terminan casi todos los acusados por asesinato, ¿cómo se ha metido Ud. en esto?

Pausadamente, Acisclo le fue comentando a su defensor la amistad que le unía a la víctima, las actividades y aficiones que ambos tenían en común, para llegar al fatídico día del ”accidente” como él lo llamaba, que Julián se le presentó a última hora del día, casi al cierre, para que lo afeitase y que así lo hizo.




Que todo fue un suceso lamentable y sin explicación para al final, sintiéndolo de corazón, su única preocupación era deshacerse del cadáver sin levantar sospechas, algo que finalmente creía podría haber logrado si no hubiese sido detenido tan rápidamente, ya que tan sólo le quedaba por hacer desaparecer el tronco del cuerpo.

Así, le narraba el barbero la sucesión de hechos al alférez defensor:

- Pues, mire usted, de lo más simple. Mientras estaba afeitando se produjo entre los dos una discusión de tipo político. En concreto sobre la Guerra Mundial, y dado que Julián era partidario de los alemanes y yo de los aliados, este hecho nos puso a ambos muy nerviosos y en medio de la discusión, mientras lo afeitaba, durante el segundo repaso, el pobre Julián hizo un movimiento brusco con la cabeza que le produjo un corte tan profundo en el cuello que le seccioné la yugular y, rápidamente, la muerte. Me encontré que se me murió entre las manos y mi principal preocupación era en cómo iba a hacer desaparecer el cadáver.
- Bien. Pero esta versión estimo no va a ser suficientemente convincente para conseguir evitar la pena de muerte. ¿Podrían existir otros motivos? Inquirió el alférez.


- Puede que los haya pero esté Ud. seguro que no se los voy a contar. Eso queda para el muerto y para mí, manifestó el barbero.
- Bueno, de todas formas quisiera saber si en su familia existe algún antecedente de trastorno mental, le dijo el defensor.
- ¿Para qué quiere Ud. saber eso? ¿Qué más da? Increpó Acisclo.
- Hombre, trato de basar su defensa en que Ud. no estaba en sus cabales cuando agredió a Julián. ¿Sabe Ud. lo que es el trastorno mental transitorio? Le manifestó el defensor.
- ¿Y quién no tiene a alguien así en su familia? Dijo el barbero.
Es posible que algún tío mío sufriese alguna de esas enfermedades, pero le insisto que las razones que me llevaron a cometer mi acción no se las pienso decir a Ud. ni al tribunal. Sé lo que me espera y lo acepto porque así debo cumplir mi pena.
- Pero, hombre de Dios, ¿cómo se le ocurre esa versión tan infantil de la discusión política? Nadie le va a creer, ni yo tampoco. Además he de informarle que el juicio será mañana y debo basar su defensa en razones creíbles y contundentes. Repuso el alférez.
- Me da igual que Ud. que la crea o no, el caso es que la mantendré aquí y donde sea y no hay nada más que hablar. Sentenció Acisclo.


- Bueno, como Ud. comprenderá así va a ser muy difícil poder defenderle y perdone lo que le voy a decir pero tan sólo se me viene a la memoria un refrán popular que dice “Quien por su gusto se condena, hasta la muerte le sabe”. Dijo el defensor.
- A lo que el barbero, sin perder la compostura, le contestó: Pues, yo me sé otro, parte de una copla, que dice “no preguntes por saber lo que el tiempo te dirá”.

Tras dos o tres horas de conversación, se despidieron ambos, deseándose suerte para el día siguiente, fecha señalada para el juicio.

El barbero fue nuevamente esposado por los oficiales de la prisión y el alférez, tras recoger su arma reglamentaria, se dirigió nuevamente al cuartel para estudiar en las pocas horas que le restaban el sumario que le había sido facilitado.






Tras el almuerzo, nuestro alférez comenzó a leer los autos. Allí estaba toda la tramitación judicial hasta el momento efectuada. Desde la denuncia interpuesta tanto por la familia del hasta entonces desparecido cobrador de Banco, D. Julián Pérez Trucio, como la del propio director del Banco, efectuadas ambas en la tarde del día 28 de enero de 1943, como ya sabemos.

Igualmente esta documentada todas las pesquisas efectuadas por la policía; visitar realizadas a todo el recorrido efectuado aquel día por el cobrador y como todas las pistas terminaban en la calle de San Pablo de la ciudad cordobesa. Declaraciones del tabernero Novella, del esterero Estévez, del propio acusado, del sobrino de éste, etc.

Además de todas las diligencias policiales necesarias que acababan con la detención e interrogatorio de Acisclo, a continuación figuraban las indagatorias, primeras diligencias judiciales para el esclarecimiento de los hechos, las cuales eran escasas, dada la confesión de la autoría del crimen por el barbero. Tan sólo era de reseñar, la reconstrucción de los hechos en presencial judicial “in situ” efectuada con el barbero en su local de negocio, así como la ampliación de la declaración y, sobre todo, la recogida de los restos del desgraciado cobrador para su posterior traslado al cementerio.



Tras la lectura efectuada por el defensor de los autos, éste pensó que poco o nada podía hacer por salvar a su patrocinado. ¿Qué podría alegar para salvar a aquel hombre que no fuese la atenuante de trastorno mental transitorio, si además ni él mismo la admitía?




















- CAPÍTULO NOVENO -

Al alférez le preocupaba sobremanera el sentido fatalista del barbero y, sobre todo, no acababa de ver claro el móvil del crimen. Podría efectivamente haber sido una discusión entre ambos lo que llevó al peluquero a herir en un principio a su víctima, pero dada la experiencia de tantos años en la profesión, era difícil de creer. Estaba seguro que detrás de aquella acción había algo más, pero ¿el qué? La única versión lógica no podía ser otra que el robo. El barbero tenía en su poder el dinero que se apropió, tampoco lo iba a tirar, faltaba algo del total pero su justificación era la adquisición de las herramientas que le hicieron falta. Pero, en el fondo, aquello no le cuadraba. ¿Qué habría pasado realmente en esa barbería aquel día?

Durante la tarde, tras visitar a Acisclo y previa a la celebración del juicio, el alférez Guerrero recibió la visita en su despacho del cuartel de a unos compañeros que, al igual que él, se dedicaban a la defensa en los consejos de guerra. En concreto, se trataba de sus amigos militares, los alféreces Esteban y Beltrán.





Éstos tras saludarle, le comentaron el feo asunto que le había tocado en suerte. Le manifestaron el alboroto que el crimen había producido entre la población cordobesa y cómo todo el mundo no hablaba sino de lo mismo. Pero, de todo lo que le comentaron, le llamó la atención el dato sobre el que se especulaba referente al móvil del crimen: el robo, un accidente o corte con la navaja y la masonería.

Fue esto último lo que más le desconcertó. Sabía que esa secreta orden tuvo una enorme influencia en la instauración de la Segunda República española, ya que según se decía casi el cuarenta por ciento de los diputados, fuese cual fuese el partido en que militaban, era “hermanos” y que eran unos de los causantes que habían propiciado la guerra civil, quema de conventos, etc. Lo sabía porque era su obligación como asesor militar conocer la existencia de la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo que pocos años atrás y nada más concluir la guerra se había promulgado y por cuya aplicación habían sido procesados y acusados de ser masones no pocos cordobeses y que a él mismo le había tocado defender. El nuevo orden establecido por el General Franco perseguía con saña a quienes fuesen o hubiesen sido masones, algo que a aquellas alturas no acertaba a comprender.



Igualmente y tras un concienzudo estudio de la masonería universal efectuado hacía poco, conocía que ésta tuvo mucho que ver con la Revolución francesa, no en vano los lemas de Libertad, Igualdad y Fraternidad, eran los mismos que defendían las logias en sus tenidas. Ese espíritu liberal y democrático fue el que propició la Revolución independentista americana, su primer presidente George Washington era un contumaz masón, algo de lo que no renegaba, al igual que la mayoría del resto de los firmantes de la Declaración de Independencia, incluido Benjamín Franklin.

Pero es que además esta orden tuvo notoria influencia en la Revolución independentista hispanoamericana, incluida la pérdida de las últimas colonias española de ultramar, entre ellas Cuba y Filipinas. Célebres masones fueron Simón Bolívar, San Martín, etc.

El alférez sospechaba que quizás ese era el motivo de la persecución emprendida por Franco y su nuevo régimen: pensaba que detrás de todo movimiento político tarde o temprano aparecerían los masones y por ello había que eliminarlos.



En Córdoba, la masonería tuvo su auge a partir de 1870, con la fundación de la primera logia, la “Patricia” a la que pertenecieron los grandes hombres del momento, para seguir su estela otras cuantas logias más, sobre todo, a partir de los años veinte y fomentadas por el espíritu del político sevillano Diego Martínez Barrio, quien influyó en la creación de varias logias, entre ellas, la más moderna, la Logia Turdetania, que “abatió columnas” al final de los años veinte, dado el enfrentamiento político entre los distintos componentes de la misma. Masones célebres de aquella época fueron Jaén Morente, Eloy Vaquero Cantillo, Manuel Ruiz Maya, y muchos más. Pero, no se podía olvidar que en la masonería no sólo se afiliaban médicos, abogados, y demás profesionales de clase media; también se encontraba entre sus miembros personas de distinta clase social y de las más variadas profesiones, como camareros, comerciantes, etc.

En este discurrir se hallaba nuestro alférez cuando enlazó los hechos que le tocaría defender al día siguiente y se preguntaba si los dos protagonistas habrían pertenecido a la orden secreta; pudiera ser. Lo que sin embargo no era creíble es que perteneciesen a la misma en aquel año de 1943, era de todo punto imposible que existiese en Córdoba capital una asociación de ese tipo, máxime con la represión que existía. No, no era posible.


Pero es que aunque existiera, ¿quién habría lanzado el bulo tan absurdo de que por haber sacado la famosa bola negra el barbero, tenía que matar, como así hizo, a su amigo?

En efecto, existían bolas blancas y negras en el ritual masónico, pero referidas a la admisión o rechazo de cualquier nuevo aspirante, pero nada más. ¿Quién podría estar lanzando esta versión de manera tan interesada? ¿A cuento de qué? ¿Se querría demonizar al barbero? Era todo absurdo y surrealista.

El alférez Guerrero determinó que la versión de la masonería no tenía cabida en aquel asunto. El único móvil verídico y con trazas de credibilidad era el robo, como consecuencia del lamentable corte dado al cobrador. No estimaba que hubiese habido premeditación, ni alevosía ni ensañamiento; tan sólo había sido una muerte accidental, algo que el tribunal militar no aceptaría. A ello debía de unirse el escándalo que se había organizado en la ciudad que en nada iba a favorecer a su defendido. La gente quería venganza del pobre cobrador.





Por otro lado, meditó que aquel procedimiento no podía estar en manos de la jurisdicción militar, sino la civil y que, por tanto, alegaría la incompetencia de jurisdicción como cuestión previa, aunque ya sabía por los cientos de casos que había defendido con anterioridad que ante esa alegación el tribunal ni lo escucharía. Pero algo había que decir.


















- CAPÍTULO DÉCIMO -

El Viernes, 5 de febrero era el día señalado por la autoridad militar para la celebración del acto de juicio oral. Su hora: las diez de la mañana. No habría otro señalamiento para ese día.

Acisclo, desde muy temprano, se encontraba preparado. Se había afeitado y lavado lo mejor que pudo, no quería dar una sensación demasiado desagradable, quería tener el mejor aspecto que pudiera. Se colocó su ajado traje, previa lazo de su palomita, pues la corbata no le gustaba, a pesar de ser la moda imperante.

Sobre las ocho de la mañana llegó un sargento de la Guardia Civil en compañía de dos números, todos ellos fuertemente armados y portando con solemnidad el tricornio que los distinguía de las demás fuerzas de orden y que por diseño del Duque de Ahumada, creador del cuerpo, cubría sus cabezas, cual si de alguaciles del siglo XIX se tratasen.

Lo esposaron y fue montado en el vehículo militar que lo condujo desde la prisión hasta la sede de la Audiencia Provincial.




Cuando llegaron a la sede judicial, y a pesar de ser aún temprano, estaba congregada una multitud de ciudadanos que incluso hacían cola para entrar en la Sala cuando se procediese a su apertura y el alguacil gritase aquello de “audiencia pública”. La gente, nada más ver llegar el vehículo que transportaba al detenido, se alborotó y comenzó a proferir gritos de asesino, criminal y demás insultos contra el barbero, el cual se mantuvo firme y ni siquiera se inmutó un instante.

Se formó un cordón policial formado por policías armados, municipales y guaridas civiles que con sus defensas hacían retroceder al populacho, pero que no evitaban que éste gritase. Más de uno se llevó un culatazo por estar demasiado cerca de algún agente de la autoridad.

Traspasado el umbral de la puerta, el detenido fue conducido a uno de los calabozos que a tal efecto existía en el edificio, a la espera de ser llamado.









Por otra parte, el alférez Guerrero se vistió aquel día con su uniforme de gala, como debía ser y tras introducir en su cartera el expediente, inició su camino hacia el edificio de la Avenida del Gran Capitán. Ya por el camino se sorprendió de ver tanto bullicio por las calles para las horas que eran. Se imaginaba que aquel juicio no iba a ser como los de todos los días, que iría más gente que de costumbre, pero lo que nunca se pensó es que iba a acudir “media Córdoba”.

Cuando llegó a la altura de la Iglesia de San Nicolás de la Villa, a la altura del Casino de Labradores, casi no podía andar de la multitud que había concentrada; parecía una manifestación de las antiguas.

También le llamó la atención la cantidad de señores y damas que iban en su misma dirección, muchos de los cuales eran conocidos suyos y que a esas horas ya sabían que él era el defensor del barbero, lo que hacía de los saludos más efusivos si cabía, aunque algunos le miraban hasta con desprecio. El defensor pensaba lo que había cambiado su vida en cuestión de horas y lo famoso que iba a ser por este juicio con la cantidad de pleitos que había realizado antes y que pasaba por un auténtico anonimato.




Siguió avanzando lentamente hasta que casi antes de llegar a la calle Góngora decidió dar media vuelta e ir en busca de un vehículo militar para poder abrirse paso.

Llegó al Gobierno Militar y tras entrevistarse con el oficial de guardia, al que tuvo que explicar los motivos que le hacían solicitar un vehículo del ejército para desplazarse a la cercana avenida, el citado oficial dio orden a un cabo para que le acompañase al alférez y trasladarlo hasta la misma puerta de la Audiencia.

Subido al vehículo en compañía del chófer, se encaminaron de nuevo hacia el Palacio de Justicia. Había todavía más gente que antes, era imposible desplazarse. Finalmente y tras no pocos toques de claxon y acelerones que dio el conductor y, sobre todo, con la ayuda de la fuerza pública que fue apartando a la muchedumbre, el coche llegó hasta la misma puerta de la Audiencia.

Cuando descendió el alférez, alguien comenzó a decir “ese es el defensor”, algo que corrió rápidamente entre los congregados, guardándose un momentáneo silencio, reiniciándose los murmullos una vez que la figura del defensor despareció tras la puerta del edificio.


- CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO -

La Sala de vistas estaba aún cerrada. El alférez Guerrero se dirigió hacia la Sala de togas, auque él no la iba a necesitar, ya que en los consejos de guerra como aquél tan sólo la vestía el representante del Ministerio Fiscal por ser el único personal civil que pisaba los estrados.

En la Sala pudo el alférez echar un vistazo antes del juicio a su expediente. El procedimiento se denominaba sumarísimo de urgencia, con unos plazos procesales brevísimos. Y tan breves, hacía poco más de cuarenta y ocho horas de la detención del barbero y ya se iba a celebrar el juicio, lo cual no terminaba ahí, puesto que la sentencia que se dictase se haría pública nada más terminar el acto de la vista y su ejecución de forma inmediata.

Llegada la hora prevista, apareció un alguacil requiriendo la presencia del defensor. Pedro Guerrero encaminó sus pasos como hacía casi todos los días hasta la Sala de Vistas. Cuando entró se encontró con los componentes del tribunal que estaban charlando entre ellos, así como el Juez Instructor Militar, Ministerio Fiscal y el Secretario.




Presidía el coronel del Regimiento de Artillería de Campaña, R.A.C.A. 42, Ilmo. Sr. D. Manuel Aguilar Galindo, actuando de vocales los comandantes D. José Sánchez Arellano y D. Serafín Moreno Pato, además de los capitanes D. Francisco Hurtado, D. José Gutiérrez Ozores y D. Adolfo Roldán Moscoso; Ministerio Fiscal, D. José Luis Mendieta, el único civil.

Justo cuando comenzaba el alférez a desplegar sobre su mesa la documentación que portaba, apareció el acusado, escoltado por dos números de la guardia civil y tomaron asiento, el barbero en el banquillo de los acusados, y los dos agentes a cada lado del mismo. Se produjo un silencio expectante en la Sala. El tribunal se recompuso y quedó a la espera de las instrucciones del Coronel – Presidente del mismo.

Éste llamó al alguacil, que estaba en la puerta de entrada, a fin de que diese la voz de “audiencia pública”. Cumplió sus órdenes el funcionario y una avalancha de gente se precipitó sobre el mismo. Multitud de personas comenzaron a empujarse unos a otros, pisándose incluso, a base de codazos, para llegar los primeros y no perderse ni un detalle del espectáculo que para ellos aquello suponía. La multitud era tanta que casi llegaban a tocar la mesa del defensor.


El aforo del local no sólo quedó cubierto sino que se sobrepasó, a pesar de que la sala era grande; muchas personas se quedaron de pie: el morbo era muy grande.

En los estrados había gran número de abogados, médicos, militares y señores y señoritas.

Tras conceder la palabra el Sr. Presidente al Instructor Militar Comandante Sr. D. Enrique Quintela Barrios, titular del Juzgado Eventual Nº 2, éste comenzó leyendo el apuntamiento con diversos testimonios y demás diligencias policiales y judiciales practicadas, incluida la confesión del procesado.

Finalizada la narración de los hechos, y antes de que el Presidente fuese a decir algo, intervino el defensor de Acisclo, solicitando la venia a fin de que antes de continuar con el procedimiento, se tuviese en cuenta como cuestión previa la incompetencia de jurisdicción que en aquel momento alegaba, en el sentido de que la competente era la civil y no la militar para enjuiciar los hechos por los que se acusaba a su patrocinado.




El Presidente ni se inmutó y sin dejarle terminar su alegato, le recordó que la jurisdicción militar era la competente según la ley y que no era la primera vez que le había advertido sobre tal extremo y que, además, en el futuro se abstuviese de volver a alegar esa cuestión si no quería incurrir en desacato al tribunal. Un murmullo comenzó a correr por la Sala, el cual desapareció tras requerir el Coronel el silencio en la Sala.

Tras este pequeño incidente, el Presidente conminó al acusado, Acisclo López Vargas, a que se pusiese en pie. Así obedeció el procesado a quien le indicó contestase a las preguntas que le iba a formular el Ministerio Fiscal.

El Sr. Mendieta comenzó su interrogatorio al acusado, preguntándole acerca de su estado civil, edad, profesión, así como si conocía a su víctima. Tras contestar una a una y de forma impasible y tranquilo a todas y cada una de las cuestiones suscitadas, Acisclo narró la amistad que le unía con Julián, el cobrador. A continuación, el Ministerio Fiscal centró su interrogatorio en el día de la muerte del cobrador. El procesado no negó su autoría en el asesinato, dio como motivos del crimen la discusión de tipo político que había provocado el corte inicial del cuello de la víctima y su posterior fallecimiento.


Curiosamente, el Fiscal durante su cuestionario y dado que ese dato no figuraba en los autos, manifestó al acusado que daba por hecho de que la víctima era germanófilo, mientras que Acisclo era aliadófilo. Estaba clara la tendencia pro germánica del Estado en aquellos momentos.

Tras la intervención del Sr. Fiscal, se le concedió el turno de palabra al alférez defensor, Sr. Guerrero Jurado. Éste, tras la primera reprimenda del Tribunal, dirigió su defensa en el sentido de mantener la figura del trastorno mental transitorio de su defendido y que, en definitiva, la muerte del cobrador fue accidental. No hacía sino seguir la misma versión del acusado, pero encaminándola hacia una cuestión médica. Sobre todo, cuando le preguntó a Acisclo si en su familia había existido algún antecedente de ese trastorno o de cualquier otro tipo.

El barbero dijo que no lo recordaba, que puede que así fuese, pero que en aquel momento no sabía decirle quién.

Tras esos primeros instantes, se le ordenó al acusado se sentase de nuevo en el banquillo.



Seguidamente, se procedió a practicar la prueba pericial médica, para lo cual se llamó a los estrados al Sr. Médico Forense, Dr. Bernal Blancafort. Este galeno aportó un informe médico, según el cual, había reconocido personalmente al acusado; después hizo un desarrollo de diversos estudios forenses acerca de la fisonomía del imputado, las características de su cabeza, frente, ojos, etc., para extraer la conclusión de que reunía todos y cada uno de los requisitos que configuraban a un perfecto criminal.
Respecto a su estado mental, concluyó con que el procesado, aparentemente, estaba psíquicamente en perfectas condiciones cuando cometió el asesinato. No existía a su leal saber y entender ninguna circunstancia, ni eximente ni atenuante, que permitiese declarar al acusado técnicamente como inimputable, esto es, con facultades mentales perdidas o sin razón, ya que a su parecer, éste sabía plenamente lo que hacía y nada hacía sospechar de cualquier tipo de enfermedad mental en su persona.
A preguntas de la defensa, el perito médico reiteró de nuevo que de la entrevista mantenida con el acusado, nada había respecto a antecedentes familiares con problemas psiquiátricos, por lo que la línea planteada por el alférez se quedaba sin baza alguna, máxime cuando el mismo y dada la premura de tiempo no había podido localizar a otro médico que diese una opinión contraria a la del Médico Forense que en aquel momento deponía.
Nuestro alférez se derrumbó mentalmente. No había nada que hacer por ese lado y nada le quedaba por alegar salvo extenderse en su perorata final.
En esos momentos, al defensor se le vino a la mente aquel dicho que era atribuido al rey Felipe II, cuando éste supo el desastre de la Armada Invencible, “yo no envié mis naves a luchar contra los elementos”.

El Sr. médico forense fue invitado a abandonar los estrados y a quedarse en la Sala, mezclado entre el público.

Pintaban bastos para el acusado. Su defensor lo miraba de reojo de vez en cuando y se admiraba de lo sosegado, impertérrito que aparecía, no mostraba nerviosismo alguno, demasiada entereza; es más, parecía como si en el fondo lo que desease es que aquello acabase cuanto antes: no deseaba volver a revivir aquella desagradable experiencia.

Respecto al público, todas las miradas se concentraban en observar al criminal, pero dado el lugar donde se encontraban, nadie tuvo valor para increpar o proferir grito alguno contra el barbero. Muchos se quedaron en la puerta de la Audiencia ya que no cabía ni un alfiler y se tuvieron que conformar con esperar, aunque otros, se dirigieron a sus trabajos puesto que nada podían ver ni escuchar allí. Y, además, por algunos que salieron antes, supieron que aquello iba para largo.

- CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDO -

El juicio seguía adelante. A continuación se pasó a practicar la prueba testifical, siguiendo el desarrollo de los acontecimientos y así, en primer lugar, fue llamada a declarar la esposa de la víctima, Sra. Dña. Juana Rodríguez Alonso.

La viuda entró toda vestida de negro, de luto, con la cara demacrada, de no haber dormido mucho en los últimos días. Al pasar al lado de Acisclo no pudo evitar mirarlo de soslayo, pero con una mirada fulminante. Fue interrogada por el Presidente sobre el parentesco que le unía al finado y sobre si tenían hijos y su número. Seguidamente, se le concedió la palabra al Fiscal, Sr. Mendieta.

Éste tan sólo se limitó a requerirle para que le contase al tribunal los hábitos y costumbres de su marido, horarios de entradas y salidas, comidas y cenas, si sabía que Julián conocía a su agresor. A esto último respondió afirmativamente, que sabía que ambos eran bastantes amigos, que solían acudir a la Asociación de antiguos alumnos salesianos, peroles, al fútbol, etc., pero que lo que nunca se podría haber imaginado es que su marido acabaría asesinado por su amigo. Tras pronunciar estas últimas palabras, la viuda del cobrador, comenzó a llorar desconsoladamente.



Todos los presentes guardaron silencio ante la escena. La señora se repuso un poco y siguió diciendo que aparte de haberla viuda tenía a su cargo seis hijos a los que el criminal los había dejado sin padre y que en definitiva qué iba a ser de ella ahora.

El Fiscal, tras dejarla hablar un poco más, le pidió que se centrase en el día del crimen, el día 28 de enero de 1943. La viuda dijo que comenzó a alarmarse por la tarde ya que su marido no había ido, como era su costumbre, a almorzar al mediodía, aunque pensó que como en alguna que otra ocasión, el trabajo le podría haber entretenido y comer en alguna taberna; pero, cuando llegó la noche y no aparecía, envió a su hijo mayor al Banco a preguntar por su padre. Allí le indicaron que desde por la mañana no le habían vuelto a ver, que había salido con diversos efectos para ser cobrados, pero que no, que por allí no había aparecido.

Lo siguiente, fue dirigirse a Comisaría a denunciar el hecho, aunque allí le advirtieron que todavía habría que esperar un poco más por si aparecía. Después se enteró de que el Director del Banco también había puesto una denuncia por la desaparición de su esposo.




Tras serle concedido el turno de palabra al defensor, éste manifestó nada tener que preguntarle a la testigo.

La viuda fue invitada a abandonar los estrados y seguidamente fue llamado el hijo mayor del cobrador, que se llamaba como su padre, Julián. Las preguntas que se le hicieron giraron en torno a lo ya manifestado por su madre respecto al día del asesinato.

El joven sí hizo una apreciación acerca del cinismo demostrado por el barbero, cuando se encontró unos días antes de su detención con su hermano Damián y aquel le preguntó sobre su padre, portando un paquete que él imaginaba eran restos del cobrador.

El público no pudo reprimirse en esos instantes y comenzó a murmurar; algunos soltaron expresiones como: “la cara tan dura que tenía el barbero” “qué cinismo”; otros decían simplemente “sinvergüenza” “asesino” “que lo fusilen”, etc., comentarios que eran oídos por el acusado y que seguía sin inmutarse, ya que estaba totalmente abstraído en sus pensamientos.




Como el desorden iba a más, el Presidente se impuso elevando el tono de voz y pidió silencio, advirtiendo, al mismo tiempo, que como se reprodujesen los comentarios haría despejar la Sala. La gente se calló inmediatamente, temían se les expulsara de la vista y se quedaran sin verlo.

Tras dejar marchar al hijo de la víctima fue llamado a declarar Humberto Pérez, propietario de la ferretería donde el barbero adquirió los útiles necesarios para descuartizar a su víctima. Éste ningún dato nuevo aportar, dado que la tarde en que Acisclo fue a su establecimiento él no se encontraba presente.

A continuación, se procedió a interrogar igualmente en calidad de testigo al propietario de la taberna “Casa Novella”, Rafael Novella, quien a preguntas del Ministerio Fiscal tan sólo pudo dar testimonio de que el día de la muerte del cobrador, éste estuvo en su taberna a última hora de la mañana, que él mismo le sirvió un medio del “veinticuatro” y que tras abonarle la consumición, vio como se iba y nada más.





Fue llamado después a declarar otro testigo. Se trataba del esterero Estévez. Este hombre, al igual que el tabernero, sólo pudo explicar cómo el día de autos se encontraba en su tienda de la calle de San Pablo hablando precisamente con Acisclo cuando en esas llegó Julián que les interrumpió la conversación, dirigiéndose el cobrador al barbero para preguntarle si ya había cerrado y si todavía podía “arreglarlo”; a lo que el peluquero le contestó afirmativamente y juntos pasaron a la barbería y ya no volvió nunca más a ver al cobrador. Así se lo hizo saber a la policía.

Por la cercanía física de ambos negocios, el Fiscal preguntó a Estévez sobre si conocía de la amistad entre víctima y verdugo. El esterero matizó que respecto a amistades no sabía nada, ahora que sí le constaba que el cobrador se pasaba casi todos los días por la barbería, sobre todo, porque ese era el camino de Julián hacia su casa en el Barrio de San Andrés. Nada más podía decir.

A preguntas de la defensa, el comerciante respondió que los días posteriores al crimen no había notado cambio alguno en la persona del barbero, que lo veía como siempre igual y que lo que menos se podía él imaginar era que dentro de la barbería se encontrase el cadáver del cobrador. Así se dio por concluido este testimonio.


Dada la proximidad de las horas del almuerzo, el Coronel tras intercambiar unas palabras con los restantes miembros de la presidencia, tomó la decisión de suspender la vista hasta la tarde, en concreto hasta la cuatro y ordenó despejar la Sala.

Se esperó a que primero saliese todo el público para a continuación y tras ser esposado el acusado por los agentes de la Guardia Civil, éste fue llevado hasta los calabozos de la Audiencia. El resto de los asistentes salieron de la Sala quedando ésta totalmente despejada.

Al poco rato, apareció un ujier con una bandeja que contenía algo de comida para el procesado. Una comida frugal compuesta por un plato con algo de sopa con fideos, los cubiertos, un vaso con agua y pan, y de postre una naranja. Acisclo sólo tomó algo de sopa, se bebió el agua y después peló el fruto y se lo comió. Sabía que le esperaban muy pocas comidas, quizás sólo la próxima cena... todo tenía que acabar ya, sus nervios empezaban a fallarle.






- CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO -


Con puntualidad prusiana, a las cuatro de la tarde se reinició la vista oral. Todo el mundo estaba de nuevo en su sitio. Alguno que otro de los componentes del tribunal estaba soñoliento tras la comida y más de una vez estaba por dar una cabezadita. El asunto no iba a ofrecer novedad alguna. Ya sabían todo lo que tenían que saber y lo primordial: el acusado había reconocido desde un principio su autoría, que más quedaba, se preguntaban todos los miembros del tribunal. No existía mucha compasión por aquel barbero; asuntos como aquel eran tratados a diario y por menos se había fusilado a otros. En fin, se dijo, el Coronel, prosigamos.

Se llamó a declarar a otro testigo. En concreto a Antonio Valle Torres, empleado de la ferretería, el cual a preguntas del Sr. Fiscal tan sólo informó acerca de la tarde del crimen y cómo le había vendido un cuchillo, un hocino y un serrucho. La única anécdota que narró fue la de haberle preguntado al barbero si con tales utensilios se iba de “matanza” y cómo Acisclo le respondió afirmativamente puesto que había sido invitado por unos amigos a una. Eso fue todo. Nada más podía decir.



Finalmente, fue llamado el último testigo, Pablo Muñiz Vargas, más conocido como Paulitos, el sobrino y aprendiz del barbero. Todos estaban expectantes ya que a pesar de su juventud, nadie desconocía que el testimonio prestado en su día ante la policía, se consideraba como fundamental para la detención y posterior confesión de su tío.

Inició el Sr. Mendieta su interrogatorio al aprendiz con preguntas sobre el parentesco que le unía con el acusado, lugar de trabajo, etc., para pasar de inmediato al día de los hechos. Paulitos , dada su edad y tener tan cerca de su tío, mostraba un gran nerviosismo, estaba azorado y muchas de las veces tartamudeaba en sus respuestas, demostrando encontrarse temeroso y preocupado por lo que pudiese decir, sobre todo, al mirar de refilón a Acisclo, el cual mantenía la cabeza agachada hacia delante.
Paulitos expuso lo ocurrido el día del crimen, cómo su tío le dio permiso aquella tarde y que no volvió a la barbería hasta el día siguiente. Observó cómo el cuatro trastero estaba cerrado con llave, algo inusual; que le preguntó al maestro por la llave y éste le manifestó que no la tenía, que la había perdido. También le llamó la atención que el local estaba más limpio que de costumbre pero aparte de esos detalles, el ritmo de trabajo fue normal, como todos los días.



Sin embargo, en los días siguientes, sí notó otro aspecto cual era el gran olor a perfume existente en la barbería. Olía demasiado a colonia, algo que tan poco era frecuente, el efectuar un gasto en aquellos días de racionamiento. Pero es que días posteriores el olor era raro, ya no olía sólo a colonia, había algo más, como si hubiese un “bicho” muerto, y que provenía precisamente del cuartillo trastero. Pero allí nadie entraba.

Contó Paulitos que tenía mucho interés en entrar allí porque entre otras cosas, era aficionado a coleccionar sellos, los cuales los tenía en el cuartillo depositados y que al final seguro que los perdería. Dicha versión fue la que depuso ante la policía cuando fue detenido en el cine Góngora y llevado a Comisaría.

Tras esta declaración, el Presidente invitó al Ministerio Fiscal para que expusiese sus conclusiones definitivas. El Sr. Mendieta así lo hizo. En un alegato breve pero intenso no hizo sino una recapitulación de la prueba practicada, insistió en la declaración de culpabilidad de Acisclo, quien por cierto seguía impasible, y en todos y cada uno de los detalles del informe policial y judicial obrante en autos, para concluir en base al Código de Justicia Militar la pena de muerte para el acusado.



Seguidamente, tomó la palabra el alférez defensor, D. Pedro Guerrero, que comenzó diciendo:
- “Serenidad, señores del Consejo, pedía el Fiscal en su informe y yo pido serenidad; en las circunstancias posteriores no está la calificación de este delito... Vamos a verlo en la dimensión que realmente tiene...”. Y continuó su Informe. No tuvo más remedio que hacer un recorrido vital de la figura de su patrocinado, su intachable conducta, su reconocida religiosidad y que en definitiva, la muerte del desgraciado cobrador fue debida a un accidente fortuito.

Eso sí, pasó de puntillas, por el tema del descuartizamiento del cadáver, cómo se deshizo del mismo y la cuestión de la apropiación del dinero que la víctima portaba al momento de su óbito.

Finalizó su discurso solicitando se le impusiera la pena de treinta años de prisión y, sobre todo, rogando al tribunal no le fuese impuesta la pena capital dado que, decía, demasiado tendría que sufrir la familia de su defendido, con el sambenito de asesino tanto de su esposo y progenitor respectivamente para el resto de sus días.




Tras el alegato de la defensa, y dado que no se hacía necesario practicar prueba alguna más, el Presidente dio la voz de “visto para Sentencia”, ordenando al público despejase la Sala y, al propio tiempo, a los agentes de la fuerza pública se llevasen al procesado a la Prisión provincial, algo que los números cumplieron al momento.

Dadas las características del procedimiento judicial reseñado, la sentencia debía ser dictada de inmediato, por ello, mientras el preso era conducido a la prisión, quedaron en la Sala todos los componentes del Consejo de guerra, quedando el defensor y el Fiscal a la espera del veredicto.

Éste no tardó en llegar. Eran las ocho y media de la tarde. Tan sólo fue un intercambio de pareceres entre los componentes de la mesa presidencial y en unos minutos la decisión estaba tomada: pena de muerte. Así, lo pronunció el Presidente y además, señaló, dicha pena se cumpliría de inmediato, a las ocho de la mañana del día siguiente, esto es, el día 6 de febrero de 1943, ante un pelotón de fusilamiento de la Guardia Civil, y el sitio en las inmediaciones del Cementerio de San Rafael de Córdoba.



Se trataba de la crónica de una muerte anunciada. El barbero lo sabía de antemano, sabía que todo aquel juicio había sido una mera justificación del régimen político, un paripé, como se decía entonces, por eso no creía en aquella justicia del momento; ya lo había visto con anterioridad en la celebración de bastantes juicios.

Respecto al Fiscal y el defensor, ambos sabían igualmente a ciencia cierta que aquello acabaría trágicamente.

A pesar de ello, el alférez Guerrero, haciendo honor a su apellido no se amilanó y sobre la marcha y de forma oral interpuso recurso de apelación ante la autoridad superior, el cual fue resuelto de inmediato por la Capitanía General de Sevilla en sentido negativo. No se podía hacer nada más, lo había intentado todo y su conciencia estaba muy tranquila.

- CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO -

La sentencia, en estos casos y como era costumbre, no se comunicó al procesado, pero que ya debía imaginarse el resultado cuando, en vez de ingresarlo en un calabozo, lo llevaron a la capilla. Normalmente, era su defensor quien se la tenía que comunicar.



Tras comentarle el resultado, Acisclo ni se inmutó, y con una entereza envidiable, tan sólo se limitó a manifestarle a su defensor:
- Ya me lo imaginaba. No se preocupe y le agradezco de corazón todo lo que ha hecho por mí. Es Ud. una gran persona. Su problema y el de todos es que la ley es así.

No era la primera vez que el alférez había notificado una sentencia de pena de muerte, estaba curtido en estas lides, pero esta vez le impresionó sobremanera la actitud fatalista del condenado y aseguró que nunca olvidaría a ese hombre que aceptaba con tanta resignación su destino.

A Acisclo López Vargas sólo le asaltaba una duda, la forma en que iba a ser ejecutado, ya que le tenía pánico al garrote vil. Eso de que te apretaran el cuello con un hierro hasta que se partiese, pensaba que debía ser una agonía muy lenta, demasiado lenta y eso no lo quería él. Prefería morir de pie, delante de un pelotón de fusileros, algo que le recordaba la muerte de los valientes.

Sus dudas fueron despejadas de inmediato, cuando el alférez le dijo que la ejecución sería llevada a cabo mediante el fusilamiento por un pelotón de la Guardia Civil, según había decidido el tribunal.

Sin nada más que decirse entre defensor y defendido, ambos se despidieron cortésmente.


* * *
Amaneció el Sábado, día 6 de febrero de 1943, día señalado para la ejecución de Acisclo López Vargas, el barbero de la calle de San Pablo.
El reo de muerte había pasado toda la noche y la madrugada en la capilla de la prisión. No había dormido nada, no quería perder sus últimas horas en el sueño. Tampoco había probado nada de la comida que le ofrecieron. Sólo deseaba rememorar su vida, sus cuarenta y cinco años de vida que se irían en unas pocas horas.
Sus recuerdos se centraron en sus hijos, su esposa, su infancia, sus miedos y alegrías, maldijo el dinero, se acordó del cobrador, de ese pobre Julián con el que dentro de poco estaría, o no, era verdad, Julián estaría arriba, en el cielo, a él lo esperaban Lucifer y sus acólitos, él era el malo. Éstas eran sus creencias religiosas.
Avanzada la madrugada, solicitó lápiz y papel. Deseaba escribir una carta a la familia de Julián. Se sentó delante de una pequeña mesa que le facilitaron. El contenido de la misiva eran unas cuantas líneas en las que, en definitiva, pedía perdón por lo que había hecho, que él nunca había querido mal alguno para su amigo, así lo llamaba, y que todo había sido un lamentable accidente. Aquello no era sino el descargo de su conciencia pero tenía que hacerlo. Pidió un sobre, en el cual introdujo la carta y el nombre de la viuda del cobrador.



Poco antes de que amaneciera, se presentó el capellán de la prisión. Su intención era la de confesar al reo. Pero Acisclo rehusó, sorprendentemente, al sacerdote. A pesar de sus profundas convicciones religiosas, el barbero creía estar ya en paz con su alma y con Dios: no necesitaba decírselas a su representante terrenal, Él ya lo sabía todo.

* * *

Llegó la fatal hora. Acisclo fue conducido hacia el cementerio de San Rafael. Allí le esperaba su defensor, a quien le hizo entrega de sus efectos personales y de la carta dirigida a la viuda de la víctima. También estaban presente un pelotón de seis números de la Guardia Civil, a cuyo mando estaba el sargento Fernández; asimismo, estaban otras personas que el barbero no conocía.

Y como el morbo era superior a sus fuerzas, allí se había congregado, aunque de lejos, un notable grupo de curiosos, que deseaban ver el final del criminal.


El reo fue colocado ante la pared del cementerio. Los seis guardias estaban en posición de en su lugar descanso. El sargento Fernández sacó la pistola de la funda y se dispuso a dar la orden definitiva.

- ¡Pelotón, carguen!

Un crujir de cerrojos de los mosquetones quebró el silencio de la madrugada. La tapia del cementerio que separaba el campo santo de los solares y chozos de San Rafael, mostraba los desconchones de los fusilamientos políticos.

Solo, con la mirada perdida en las siluetas de las personas que había detrás del pelotón, Acisclo López Vargas, en camisa, la tez morena, la alta estatura coronada por un pelo endrino, mantenía la calma.

El sargento le invitó a volverse de espaldas o a vendarle los ojos. Acisclo rehusó el ofrecimiento.

A discreta distancia, sostenidos por fuerzas de la Policía Armada y por municipales, un público ávido de la sangre del barbero esperaba el momento final, anegando en silencio todos los murmullos.



- ¡Apunten¡, gritó el sargento. Con la posición reglamentaria los números de la Guardia Civil apuntaron al pecho del sentenciado.

- ¡Fuego!, gritó el sargento.

Y una ráfaga de fuego se abatió contra el pecho del barbero que cayó en el acto. El sargento Fernández le disparó en la sien el tiro de gracia.

Seguidamente el alférez Médico, D. Felipe Pascual Ager, certificó su muerte, quedando el cadáver expuesto públicamente, como mandaban las ordenanzas.

Delante del cadáver pasaron muchos curiosos. Pero, a las pocas horas, el cadáver del barbero fue recogido y enterrado en una tumba.

Paradójicamente, y según rezaba en la esquela publicada en el diario decano de la prensa local del día 6 de febrero, el entierro de Julián Pérez Trucio, sería a las cuatro y media de la tarde del mismo día en la Iglesia de San Andrés.


- EPÍLOGO -

La ciudad volvió a recobrar su lento pulso, cansino, aburrido, ya se había acabado la novedad del crimen del barbero que durante los últimos días había tenido alborotada a la población. Los que solían pasar por la calle de San Pablo solían cambiar de acera, a algunos les daba escalofríos pasar por la puerta de la barbería, incluso pasados muchos años después.

Tan sólo quedaron algunos flecos del caso, como cuando fue llamada al Juzgado Militar la familia de la víctima para hacerle el ofrecimiento de la indemnización que contenía el fallo de la Sentencia, pero como para abonar la responsabilidad civil, el Juzgado tendría que embargar el único bien que poseía el barbero y su familia, su casa, la viuda del cobrador y sus hijos renunciaron a la indemnización; que un padre no tiene precio y, sobre todo, que los hijos del barbero eran pequeños y no tenían la culpa de lo que su padre había hecho , manifestaron.

Curiosamente, el Banco sí se resarció de la cantidad (unos cientos de pesetas) que le faltaba por recuperar, ya que se consiguió que se vendieran en pública subasta todas las pertenencias que existían en la barbería (herramientas, muebles, etc.).



La viuda del barbero al principio montó un puesto de jeringos en las inmediaciones del Asilo de Campo Madre de Dios, aunque finalmente marchó con toda su familia a Madrid.
A pesar de todo, mi interés por el móvil del crimen no decayó, puesto que las versiones dadas no me parecían creíbles ninguna de ellas.

Pasado un tiempo y tras la lectura de diversos libros sobre la Guerra Civil encontré un día la narración de los crímenes cometidos en la localidad de Bujalance, pueblo del que eran originarios los padres del barbero. Según parece, el padre de éste, Juan López, recién producido el alzamiento se encontraba haciendo algunas gestiones en la citada localidad, la cual quedó en manos de la fuerzas leales a la República, con lo que le fue imposible regresar a Córdoba.

Tras la llegada a últimos de diciembre de 1936 de las fuerzas nacionales a Bujalance, antes de la huida de las fuerzas anarquistas allí presentes y en venganza, asesinaron a gran cantidad de personas que eran consideradas de derechas, entre las que cayeron sacerdotes, monjas, pequeños propietarios, etc., además del padre del barbero.




La cuestión está en que éste fue falsamente acusado de ser de derechas por una persona, que posteriormente se averiguó se trataba de un hermano del cobrador del Banco, Julián Pérez, de nombre Damián, que vivía en la cercana localidad de Cañete de las Torres, y que se había erigido en uno de los líderes del sindicato anarquista C.N.T. de gran implantación en la zona.

Acisclo López sentía veneración por su padre y clamó desde siempre venganza y se juró a sí mismo que si algún día diese con la persona que llevó a su padre a esa muerte tan injusta, lo mataría.

Llegado el fin de la guerra, Acisclo tuvo noticias del fallecimiento de Damián Pérez en el frente de Espejo a manos de unos falangistas y, al mismo tiempo y por casualidad, llegó a saber de quién era hermano, de su amigo Julián.

Desde que supo este dato, el resentimiento anidó en su persona. Mira por donde, casi todos los días tenía delante el cuello del cobrador y la tentación era imposible de contener.




Sin quererlo, para el barbero, el cobrador no era su amigo, se había transfigurado en Damián, el asesino de su padre. Por eso, cuando aquel día 28 de enero, Julián llegó a la barbería pidiendo que lo arreglase, Acisclo vio la oportunidad de cerrar el círculo, la oportunidad de vengar a su padre, aunque fuese en otra persona pero que llevaba la sangre del asesino, de arreglar las cuentas de una vez por todas.
Y por ese razón se mostraba impasible, fatalista ante la muerte, no le contó a nadie sus verdaderos motivos, porque entendía que esa era su “misión” y que la misma estaba cumplida. Su padre por fin descansaba en paz y él también. Todo lo demás daba igual.

Esta historia del barbero de la calle de San Pablo entró en la leyenda negra de esta Córdoba que, al igual que en siglos anteriores lo había sido la dueña encantada y desaparecida de la Casa de los Villalones, configuran la historia viva de esta centenaria ciudad.



F I N

2 comentarios:

endless story dijo...

muy interesante la entrada.Hace poco mi padre me contó esta historia cuando ibamos paseando cerca de la mezquita, yo no me lo creí y para demostrarmelo le preguntó a un mayor que pasaba por la calle y extrañamente conocía el famoso crimen del barbero y desde entonces tengo mucha curiosidad sobre esto. me ha gustado leer tu publicación (:

mi angel querido dijo...

ANTONIO, ME HA GUSTADO MUCHO TU MANERA DE RELATAR ESTE CRIMEN DEL BARBERO.ME HA TENIDO INTRIGADA DURANTE TODA LA LECTURA.
TU VECINA DE LA CA`LLE DEL CARMEN, LOLA